jueves, 20 de octubre de 2022

De hermosas contradicciones adornada

 

“Apenas hay paisaje virgen en México –dice un antropólogo-. Siempre se encuentran los rastros del quehacer humano, de su antiguo transitar por estas tierras. En todas partes, una vegetación largamente transformada por la mano y la inteligencia del hombre, un paisaje muchas veces inventado. Aquí, toda la geografía tiene nombre. Y lo que tiene nombre, tiene significado.”
Un México Profundo, como él lo llama, que es el substrato del país y que está por donde se mire. Está en las prácticas agrícolas con su sistema de asociación de cultivos, de terrazas y chinampas. En la alimentación sustentada en los numerosos tipos de maíces, frijoles, chiles, jitomates o calabazas. En una estupenda colección de frutas, en las verdolagadas, los huauzontles o cualquiera de la larga serie de plantas silvestres que complementan la dieta de las más pobres a las más altas casas; en la medicina, que no ha dejado de apelar a la herbolaria que asombró a los europeos. En la artesanía y en la arquitectura religiosa y en muchas cosas más, empezando por los hombres, quienes en el país de 1847 siguen siendo en sus tres quintas partes indígenas reconocidos por la lengua y por la forma de tenencia de sus propiedades, y en casi la totalidad del resto mestizos marcados profundamente por la herencia de los pueblos originarios.
Las abundantes rebeliones campesinas de la época son manifestaciones de este México, con las cuales los pueblos se afirman en una identidad reconstruida después de la conquista. Una identidad imposible, podría pensarse, después del Apocalipsis que significó la llegada de los españoles.
“Esta es la cara del Katún, del Trece Ahau: se quebrará el rostro del sol. Caerá rompiéndose sobre los dioses de ahora”, dice el Chilam Balam de los mayas. “¡Castrar al sol!, esto es lo que han venido a hacer los extranjeros”, advierte un poema mexica, y otro: “¡Déjennos pues ya morir, déjennos ya perecer, puesto que ya nuestros dioses han muerto!”

Un historiador se asoma al significado de esta caída de los dioses que desquicia el orden universal. El tiempo se vuelve loco, en palabras del propio libro de los mayas, y se produce un “cataclismo total”. De arriba abajo el mundo de los pueblos de Mesoamérica estalla, comenzando por su sistema calendárico que al destruirse contribuye quizá como ninguna otra cosa a acentuar “en los vencidos la sensación de orfandad”, de orfandad absoluta. Porque en él se “articulaba el tiempo con el espacio, y a ambos con el acontecer terreno, con la vida y el destino de los hombres”, cuyos actos, uno a uno, así “los relacionaba con el equilibrio cósmico y con las fuerzas divinas que los gobernaban”. Los indios, arrojados “a un espacio y un tiempo sin sustento”, perdían pues “el hilo de fuerza que hasta entonces conectaba el pasado en el presente y proyectaba a su vez el presente en el futuro”. 

Así de total, de sin retorno, era el fin de un complejo universo construido a lo largo de miles de años. Sin embargo, asegura el historiador, desde muy temprano los mesoamericanos intentaron rehacer un discurso histórico que ahora necesariamente tenía en su centro el arribo de los españoles. Eso era, a final de cuentas, el Chilam Balam mantenido en secreto hasta este siglo XIX: un esfuerzo por preservar y transmitir el pasado, que otros imitaron con “sistemas ocultos, subterráneos, a menudo disfrazados por ropajes cristianos, o herméticamente encerrados en el idioma y las prácticas secretas de pueblos reacios al contacto con los europeos”.  

Fragmentándose y recomponiéndose entre nuevos pequeños cataclismos, las comunidades se recontaron en una “mezcla de tradiciones indígenas y españolas que sin tener la coherencia de los antiguos anales históricos, era un vehículo poderoso para mantener la coherencia de los pueblos”. Una de ellas, de acuerdo a varios estudiosos, pareciera servir como el único gran elemento de cohesión para los habitantes del México de 1847.

Un siglo después de la conquista, cuando la población indígena ha llegado a su punto más bajo, los descendientes de Cortés se deciden a darse un sentido de pertenencia. Debe ser un sentido de pertenencia que no dependa de deudas con España, y de ese modo, reinventándola, hacen suya la antigüedad mesoamericana o más bien propiamente azteca y buscan señales de la presencia del Señor en estas tierras o de su designio sobre ellas, anteriores a la llegada de don Hernán. Como la factible venida de Santo Tomas en la forma de un recompuesto Quetzatcoatl.  

Nada en este propósito se acerca al culto a la virgen de Guadalupe, a la cual sor Juana Inés de la Cruz parecerá entender de una conmovedora manera:

De hermosas contradicciones
sube hoy la Reina adornada:
muy vestida para pobre,
para desnuda, muy franca...
Del Cielo y tierra extranjera,
en ambas partes la extrañan:
muy mujer para Divina,
muy celestial para humana...

La Señora de México es santificada por los criollos a partir del trabajo de un predicador y teólogo que recoge las averiguaciones hechas en los años 1530 por los primeros evangelizadores, sobre la revelación de la Virgen a Juan Diego.  

Este gran culto que funda la conciencia criolla de patria de los criollos tiene su origen, pues, en una devoción creada y desarrollada por los indígenas a lo largo de cien años, tal y como temía aquélla temprana generación de misioneros, quien encontraba en las manifestaciones de 1531 “una de las cosas más perniciosas para la buena cristiandad de los naturales”, viendo en ella la regeneración del espíritu religioso pagano, en tanto claro “riesgo de confusión entre la figura mítica de Tonantzin –diosa madre mexica- y la Virgen”, que “debía ser evitado a toda costa.”  

Para los pueblos la irrupción de la figura guadalupana se convierte en el modelo más generalizado de una tradición de apariciones “en las cuales depositarán sus anhelos de identidad, autoafirmación y justicia”. Y en este “mecanismo de apropiación de los símbolos del conquistador”, lo que va es la “revitalización de las pulsiones religiosas indígenas más profundas”, impregnada de “cultos a la naturaleza, númenes, naguales y dioses” precortesianos, envueltos en “profecías mesiánicas y apocalípticas”. 

Ella inaugura una serie de expresiones de la Virgen que sustentan la decisión de las comunidades a exigir un lugar en el mundo. Entre 1709 y 1712, por ejemplo, se prodigan en los Altos de Chiapas. La que en Zinacantán despide rayos luminosos dentro de un palo, la Santa Marta aparecida en una milpa en Chenlho, la que se muestra a María de la Candelaria en Cancuc, ordenan construir santuarios y obran milagros -tallas que sudan, lloran o se iluminan-, “para ayudar a los indios” protegiéndolos con la confabulación de fuerzas sobrenaturales -terremotos, cielos y ríos que se precipitan-, a fin de sacudirse los tributos, al Rey, al clero, a los españoles todos y a Dios mismo si es preciso, y crear una nueva Iglesia y un nuevo reino. 

Desatendida la Virgen, desatando la violencia de obispos y magistrados, el supra y el inframundo del cual para los pueblos originarios es ama, se agitan y con los años hacen erupción en Yucatán, en las estribaciones del Popocatepetl, en los pueblos de Tulancingo, donde ella hincha el alma de los escogidos -un anciano, un joven labrador, un pastor- dotándolos de habilidades para destruir murallas o balas de cañón y ungiéndolos como reyes o profetas, de modo de que encabecen movimientos para revertir el cataclismo y que el pasado vuelva. 

Estos movimientos de la segunda mitad de los años mil setecientos parecieran presagiar el fin de la Corona española, que empezará a ser realidad con la insurrección de Hidalgo, a la cual entregan sus hombres y mujeres, sus secretos y su gran símbolo: Ella, quien los ha guiado y sostenido durante tres siglos, en la forma de su primera develación, de piel quemada y con el nombre de Guadalupe. Ella, esa Virgen del estandarte que va a la cabeza de los sublevados de 1810, cuyas hermosas contradicciones cantadas por Sor Juana llegan a tanto que puede ser a un tiempo india y criolla.

lunes, 18 de julio de 2022

Buscando a Belarmino Tomás. 2022

“A COMISIÓN PERMANENTE DE SEGURIDAD DE LA SOCIEDAD DE LAS NACIONES GINEBRA.  AVIACIÓN FASCISTA ASESINA DIARIAMENTE MUJERES Y NIÑOS DESTRUYENDO PUEBLOS ENTEROS CON SU METRALLA PUNTO MUNDO CIVILIZADO DEBE INTERVENIR CESE TANTO CRIMEN PUNTO CASO CONTRARIO NO RESPONDO PUEDA PASAR CINCO MIL PRISIONEROS TENEMOS CÁRCELES ASTURIAS AUN CUANDO HAGO TODO LO POSIBLE ES DIFÍCIL CONTENER PUEBLO.”

Ese telegrama dictó Belarmino Tomás cuando entre 1936 y 1938 dirigía una pequeña república semiautónoma en lucha, más que contra la España Negra fustigada por el poeta, para detener a Hitler y Musolinni.

Belarmo, como lo llamaban sus amigos, era mi abuelo y medio siglo después la Semana Negra de Gijón me pidió un libro sobre él para regalo en su provincia. Tenía sentido particularmente porque las y los españoles discutían entonces si debía seguirse haciendo tabla rasa del pasado, olvidándolo, o se abrían las terribles cicatrices que dejó. Entre ellas la enorme cantidad de fosas comunes donde tras su triunfo el franquismo enterró a militantes republicanos por millares.

Rescribo ahora el texto para algo distinto: representar en B a la clase obrera cuya irrupción probó que podía cambiarse al mundo de pies a cabeza. Y con ella, a millones de familias campesinas y comunidades indígenas regadas por la tierra, que hicieron otro tanto reivindicando luchas seculares.

Lo hago como un nacido en México, el único otro país que se sumó a la Unión Soviética para apoyar aquél esfuerzo con armas, diplomacia y asilo a treinta mil de sus hombres, mujeres y niños.

Nuestro personaje moriría allí negándose a reconocer el reparto de Europa entre las dos nuevas, grandes potencias, que así santificaban a Francisco Franco. Iba y venía y, entre cosas, ayudaba a organizar una rocambolesca fuga de quienes pasaron once años en las montañas o guardados a piedra y lodo. 

Tuve todo lo necesario para reconstruir esta última historia, incluso un formal contrato, y callé porque algunos de sus protagonistas, a los cuales había entrevistado, aspiraban a contarla.

Hay un personaje secundario en el relato: mi madre, que imitando a Belarmino trabajaba diariamente por el regreso y lo conseguiría para volverse protagonista de la Transición Democrática. Es también una representación: de las mujeres y su silencioso, monumental trabajo.

¿Me luzco trayéndolos de las semisombras provinciales? Por fuerza, claro. Como conmigo mismo, que termino por ser el hilo conductor hasta 2022, cuando México se suma a la Latinoamérica cuya fragua empezó veinte años antes y hoy parece faro también para las y los españoles esperanzados.

Reviso así por momentos a mi país desde el cardenismo, al cual y siquiera durante un breve periodo, su izquierda convocó a los exiliados a salvar como presunta república socialista en riesgo. Agrego también pequeños materiales que nacieron por diversos motivos y responden a una misma preocupación.

   Al fondo lo que el abuelo aprendió niño: No hay destino individual; seremos todas y todos o ninguno. 

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Un amigo ofreció buscar a quien editara la nueva versión. No lo conseguirá, seguro. Qué importa. Llevo quince años dedicado a estos blogs, donde me siento libre. Los visitan pocos o muchos, según las circunstancias, y con frecuencia obligo en ellos al propio Belarmino a hacerme de comparsa. Prometo respetarlo ahora puntillosamente.  

1.

En el ancestral universo secreto del pueblo y dentro de la revolución que para 1890 está en curso, van nuevos modos de pensar, lenguajes, geografías que el poder político y económico no descifra y que a veces no advierte siquiera. Es ese universo el que da sentido al abuelo Belarmino, quien se moverá por sus vericuetos como muy pocos, en uso de las virtudes y ventajas del pueblo oculto, surgiendo desde la nada exclusivamente si necesita, para mejor tomar de sorpresa a sus enemigos.

Pueblo sombra, pues, tanto más cazador furtivo cuanto más se lo cree incapaz de algo distinto a tenderse en el prado pensando en la inmortalidad del cangrejo.
Del don de hacerse fantasma Belarmo se apropia apenas nace, hasta convertirse en uno de los grandes expertos de su provincia en el tema. Miles de días hace el viaje entre su pueblo y Gijón, y miles también recorre el puerto al modo de esa forma de simple paisaje que las probas familias ven en las de pescadores, alarifes, asalariados de las fábricas.
Entonces una tarde en Lavandera su padre, Sandalio, se hace de palabras con un peón de las vías del ferrocarril, se lían a golpes y Sandalio lleva las de perder hasta que el otro da en tierra repentinamente. Al caer queda a la vista el futuro Belarmo con la más grande piedra que le permiten coger sus nueve o diez años de edad, con la cual tundió al insolente.
Y es que el niño, tiene ya aprendido de sobra el arte de la transfiguración. Bien lo sabrá la autoridad cuando tras la huelga general en 1917 lo busque sin éxito en la suerte de trampa que parece la cuenca minera gran escenario de su historia

Ese niño saltaría a la fama cuando la Revolución de Octubre o Huelga General Revolucionaria de 1934 fracasara. Se la llama para detener al protofascismo que un año antes triunfó en una República cuyo arribo en 1931 había despertado viejas esperanzas a las cuales este libro atiende desde su izquierda: sindicatos y corrientes socialistas, anarquistas, comunistas, olvidándose de los partidos y tendencias liberares, lejanas a nuestro personaje.  

La convocatoria llegó realmente a los hechos en Cataluña y otras puntuales zonas y solo en Asturias parecía triunfar contra pronósticos que terminaron confirmándose. 

Contaré la historia después. Basta ahora saber que Belarmino apareció entonces como el único dirigente capaz de darle salida a la derrota para, en sus palabras, revertirla pronto. Cuando llegado febrero de 1936 el Frente Popular triunfó nacionalmente, ante los sindicados y partidos asturianos cuyos conflictos amenazaban con producir cismas, nuestro personaje aparece como el capaz de llevarlos a acuerdo y preside su gobierno   

2.

En 1976 viajo a Asturias, provincia sobre el mar Cantábrico, al norte español, donde B vivió hasta que los suyos fueron derrotados. Para entonces todavía se le conocía allí como El monstruo al cual culpar de cualquier cosa. Voy para reconstruir su historia, aunque con frecuencia me gana otra que encuentro entonces: la del llano y el monte, como llamo a la resistencia sostenida hasta 1948 por quienes se echaron a las montañas y los pueblos que les cuidaban tanto como era posible.

El lugar es extraordinario: las dos estrechas, contiguas cuencas cuyos ríos permitieron descubrir plagadas de carbón. Son mundos semiautárticos, de aldeas y pequeñas ciudades en que el hollín planta su huella, no importa cuán verdes sean las estribaciones al trepar hacia Los Picos de Europa, pared rocosa más o menos cercana al mar, que se alza hasta dos mil quinientos metros.

Las aguas bajan negras entre helechos, abedules, castaños, creando una naturaleza en la cual el romanticismo europeo decimonónico habría sido feliz. Su toque final lo da un siglo donde se suma el asco por la autoridad que impuso el Sindicato Minero y la ocupación luego de las más duras columnas franquistas.

Algo más me distrae: el acercamiento a la lucha social que confía evitar una tersa Transición Democrática. No vendría a cuento en esta biografía, sino nos digiera por un momento a México, donde para entonces hace tiempo mi mentor está sepultado.

En semanas puedo relacionarme con los activos grupos que protagonizan el enfrentamiento, merced al auge popular que cimbra al régimen mexicano, en ese punto sin máscaras. Parece así que nuestro pueblo vislumbra un futuro sin deudas con el pasado priista, de Partido Revolucionario Institucional (PRI), hegemónico, final usufructuario de la Revolución. 

Mientras, mamá, Purificación, se prepara a volver.

3. Los primeros años. 

 

4. Tras la derrota.

Cómo se elaboró la vida íntima en la España franquista. En Asturias, por ejemplo, donde al final de la Guerra Civil tras las más duras columnas franquistas arribaron misioneros hasta un minuto antes en pía obra en África.
Los religiosos debían contribuir a extender el manto negro sobre la región, en la que a comienzos de los años 1940 por las noches se puso a circular una “fantasma”. Parecía mera leyenda para dar a la noche el aire sobrenatural que se debía, colaborando al cumplimiento del toque de queda. Lo parecía, hasta la justiciera mañana en la cual los fugaos resolvieron cortar por lo sano y dejaron a la entrada de un poblado el cadáver con fantástica capa encima, del capitán de la Guardia Civil que se divertía asustando al vecindario.
Los fugaos eran los del monte. No tuve una relativa clara idea de cuánto así se había sufrido, sino después. Va este apretado resumen de los años 1940 sobre España toda:
Enfermeras y enfermeros de un psiquiátrico, agentes o testigos de un festín del gusto por el poder, luego asesinados, como adelanto de miles de ajusticiamientos a cielo abierto y fosas comunes con las huellas borradas; juicios sumarios, campos de trabajo, palacios reconvertidos a base de horcas, sillas eléctricas y látigos con clavos en las puntas; padres amenazados con la muerte cumplida de un hijo para que otro, fugado, abandonase su escondite, o colgados de propia mano como único camino para escapar de la terrible elección; mujeres rotas sin remedio, que no sabían si algo más podía perderse en el periplo inútil de evitar el fusilamiento del marido; damas en fiestas populares riendo al obligar a cantar a la joven que esperaba para enterrar un cadáver producto del justo castigo ordenado a un juez por el divino verbo; hogueras de libros, ojos espiando por las rendijas de todas las horas…
No en balde al inicio de los 1950 Blas de Otero decía:
"Aquí teneís, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos sus versos (…)
olas de sangre contra el pecho, enormes
olas de odio, ved, por todo el cuerpo."
Y Damaso Alonso, el escritor de la generación del 98 que quedaba en el país tras la caída de la República: “Hemos vuelto los ojos en torno y nos hemos sentido como una monstruosa, una indescifrable apariencia, rodeada, sitiada por otras apariencias, tan incomprensibles, tan feroces, quizás tan desgraciadas como nosotros mismos (,,,) o nos hemos visto entre millones de cadáveres vivientes, pudriéndonos todos (…) Y hemos gemido largamente en la noche. Y no sabíamos a dónde vocear.”
Lejos de allí otro poeta escribió antes de la desgracia:
"España, aparta de mi este cáliz
Niños del mundo,
si cae España -digo, es un decir-
si cae
del cielo abajo su antebrazo que asen,
en cabestro, dos láminas terrestres;
niños, ¡qué edad la de las sienes cóncavas!
¡qué temprano en el sol lo que os decía!
¡qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano!¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno!" 

Este peruano representaba al mundo para quien defender aquella República era prioritario formando unas Brigadas Internacionales en su auxilio. No llegaron a Asturias, que con la provincia contigua, León, quedo sola en el norte casi durante dos años. Luego, de los cuatro puntos cardinales les cayeron encima y todo fue ya inútil. 

Tocaría a Belarmo organizar embarques que rescataran a cuantas más mujeres, niños, ancianos y líderes reconocidos fuera posible. Apenas siete mil pudieron salvarse así.         

                  

 

sábado, 11 de junio de 2022

Cuestión de sangre. II


II

Erin

Los dientes que ves aquí,

sobre el anciano esqueleto,

una vez mascaron nueces amarillas

y devoraron el pernil de un toro

      Es Oisin, gran dios guerrero celta, el que se lamenta en voz de un temprano poeta cristiano invadido por la melancolía. Como eso parece ser Irlanda: altiva, desgraciada, nostálgica.

“Gloriosa, piadosa, inmortal memoria irlandesa”, dice un gran escritor, y muchos coinciden con él en el sentido de la historia de la isla: “Nuestro innato conservadurismo...“ “Una misteriosa unidad espiritual, una homogénea identidad marca a este pueblo hoy como hace dos mil años.” “La tradición irlandesa puede compararse con el fluir de un río. Cuerpos extraños pueden caer en él o pasar por él, pero no desvían el curso del río.” “De hecho, el problema con Irlanda es que una tradición, una vez echada a andar, jamás se detiene.” Y es que “el irlandés, como Orféo, siempre mira hacia atrás”.

      Allí, donde ningún soldado de Roma posó el pie y las invasiones germanas no se acercaron, pervive el mundo celta que marcó al occidente europeo en la antigüedad. Un mundo celta que con la decisión del imperio romano de abrazar la Iglesia de Jesús, en el resto del subcontinente se vio obligado a desaparecer o a esconderse dentro o fuera de la nueva fe.

      El mundo celta: “pueblo de clanes y de asambleas”; “una conciencia aguda de un universo lleno de hadas, trasgos y duendes”, de mitológicos personajes que en la isla como a la deriva, en el extremo donde Europa empezaba a confundirse con el océano de incógnitas y fantásticas manifestaciones, tenían tiempo para madurar, aunque fuera en el recuerdo. Porque el evangelio no llegaba a estas tierras en las órdenes del emperador, en manos de obispos, con bautizos forzados y al amparo de espadas deseosas de cortar cabezas, sino a través de la palabra de monjes como el después santo Patricio, que encontraban en el país el paraíso de sus sueños ermitaños:

Puedo tomar mi fruta de un manzano, como en una posada,

o llenar la mano donde los avellanos se cierran sobre mí.

Un pozo claro me ofrece lo mejor para beber

y en la orilla una plácida cama de berros se me tiende[*]

      Son sueños nacidos de la vida tribal, entre los bosques, deambulando por los montes con los animales, que hacen de Irlanda una extravagancia a la cual un Papa medieval trataba de someter calificándola de “diabólica”. Antes de que literalmente todo se lo lleve el diablo.

De allí viene Brian O´Donnell, producto de la imaginación a la cual tenemos permiso, porque del setenta y cinco por ciento de los futuros miembros del Batallón de San Patricio no se conoce ni el nombre.

Lo sabemos irlandés con el derecho que dan los datos conocidos y contra los esfuerzos de los historiadores estadounidenses por negarles a aquéllos todo carácter nacional preciso. Y más exactamente católico irlandés, como el James Kelley recién escapado de Corpus y el John O´Rilley del principio de nuestro relato, ambos bien certificados por la historia; como la absoluta mayoría de sus paisanos en las filas regulares de Taylor y como el grueso de la corriente que en los últimos diez años ha llevado a los Estados Unidos a ochocientas mil personas. Católico, igual que más de tres cuartas partes de los habitantes de una Irlanda donde la religión tiene un significado étnico e histórico preciso.

Antes de salir de la isla la facha de nuestro personaje debía ser la de cualquiera de los cuando menos cuatro millones de miserables, la mitad de la población irlandesa, de los cuales los relatos de desgracias de la época reparten dibujos por el mundo. Por pantalón un fustán zurcido cien veces en las rodillas y en las nalgas, perdido más de un botón, que se deshilacha. Cubriendo el pecho un inmundo, picoteado jirón negro de lana, que la chaqueta corta, heredada de padres a hijos, protege como puede. En la cabeza un gorro de fieltro acompañándolo hasta en el sueño, y en los pies, una de cada dos veces, nada.

      Los extraños llevan siglos calificando a estos descendientes de la raza de Conn, que habita la isla hace más de dos mil años, de “supersticiosos”, “borrachos”, “ladrones”, “brutos”, “víboras”, “degenerados”, “salvajes”, “caníbales”.

      En 1845 entre quienes los gobiernan o visitan es frecuente encontrar comentarios como estos: “Algunos historiadores dicen que son muy afectuosos con sus hijos, pero no es fácil descubrir en qué consiste esa ternura, porque su comida no es mucho mejor que la que le dan a los cerdos.” “Aquí la suciedad es la perfección de la pobreza, y su gran causa, la holgazanería.”

Menos que humanos, pues, condenados por su naturaleza a un tristísimo futuro, conforme concluyó hace rato un caballero inglés: “El carácter voluble de los irlandeses se opone a que tengan jamás instituciones libres. El irlandés pertenece a una raza inferior”.

Por más desprecio que Francia, Inglaterra y el resto de la Europa feliz sientan por sus vecinos pobres –balcánicos, griegos…-, esta manera de calificar a los habitantes naturales de la vieja Erin no se aplica a ningún otro pueblo del continente. Con ellos el tono se parece mucho al empleado con los hombres y mujeres del África negra o del sureste asiático, o con “una banda de salvajes americanos”, como ha observado un viajero. Y no es casual. No es casual en absoluto.

 

 

Ciudad de México. 17 de enero de 1846

Hace un mes se conminaba con insistencia al general Mariano Paredes a dirigir a sus tropas de San Luis Potosí a Matamoros, y él terminaba de organizar su exitoso golpe de mano. Conseguido el objetivo ¿era momento de que marchara a preparar como se debe el castigo a los texanos por su agregación, y el factible choque, defensivo u ofensivo, según resulte, con los estadounidenses de Corpus?

      No, pues era absurdo confiar la empresa a Valencia, a Torrejón o a los otros militares sumados al levantamiento. De modo que partió con sus soldados pero a la ciudad de México, donde el dos de enero sus amigos trataron de animar a los vecinos a recibirlo excitándolos a “que adornen el exterior de sus casas” y al paso del “libertador” hacer “las demostraciones que les dicte su patriotismo”.

      Quitando la farsa representada en él, el movimiento de Paredes tiene detrás mucho más que apetito personal. No se distingue en eso de la totalidad de los de su género en nuestra vida independiente hasta este momento, sin faltar los conducidos por Antonio López de Santa Anna, quien hace un año salió exilado del país.

Hasta aquí los generales son actores decisivos, pero a espaldas de ellos obran fuerzas más poderosas o consistentes: la Iglesia, los grandes propietarios y mercaderes, los intereses regionales, las corrientes políticas, los movimientos indígenas y campesinos… La imagen que luego se divulgará sobre un México independiente a expensas de los caprichos de militares sin preocupaciones ideológicas o morales, es una mala caricatura. Al menos hasta el fin del conflicto por venir, que dará al traste con lo poco que de buena voluntad se ha intentado en el último cuarto de siglo.

Si bien, es cierto: la república no pasa de una errática aspiración y ha resultado en una terrible inestabilidad política, en un continuo deterioro de la economía, de la hacienda y las responsabilidades públicas, y las cuestiones sociales quedaron por completo sin enfrentar.

El liberal Mariano Otero, abogado, legislador y alguna vez ministro, ha publicado cuatro años antes un Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la república mexicana. Muchos son los problemas que observa, cuya resolución hace “inevitables” las “grandes conmociones”. Pero es con la anexión de Texas, con la formación de los ejércitos de Taylor, las maniobras de Polk y la respuesta del país, que empieza a atisbar cuán terrible es en verdad el panorama y el hito nacional que se crea.

Éste ha comenzado ya con el golpe de Paredes. Detrás de él, orillándolo, el pensamiento conservador que se ha ocultado, sin precisarse, en la confrontación entre centralistas y federalistas, de una buena vez se encuentra a sí mismo, asumiéndose militantemente, para dejar de ser una tendencia republicana y descubrir sin más el espíritu monárquico que concreta su voluntad de volver al pasado como única garantía del férreo orden y la férrea paz sin los cuales nada le parece posible, apoyándose en la Iglesia.

Desde luego la idea no es nueva en un México independiente cuyo primer gobierno fue el imperio de Iturbide, y una figura pública la lanzó al aire ya en 1840. Pero entonces bastaron estridentes expresiones en contra para acallarla. Es ahora cuando echa a andar el proyecto que culminará en los años 1860 con la convocatoria a Maximiliano y a las tropas de Napoleón III.

La proclama del levantamiento de San Luis Potosí fue redactada por Lucas Alamán, el más prestigioso de los conservadores, quien apenas el general de la triste figura es designado presidente interino, prepara un llamado a “la restauración de la monarquía”, a cuya cabeza debe estar un príncipe europeo.

La vehemente reacción que producirán las expresiones realistas de Alamán y los padecimientos de éste por ellas, lejos de detener incentivarán su proselitismo, perfeccionado sus ideas. Faltan meses, sin embargo, para que deje de ejercer su influencia desde la más alta instancia de la república, en los cuales su partido se apuntará varios triunfos. El más significativo, unas elecciones a la presidencia y al congreso reservadas para quienes disfrutan de rentas.

Al decir de tales y cuales, quizás lo que hace a Paredes seguir retrasando la campaña del norte es la estrategia de Alamán de diferir lo más posible la guerra, confiando en la intervención de los reinos europeos temerosos del papel internacional asumido desde los años 1820 por el Capitolio.

Difícil es, se piensa, que un general con la multitud de carencias retratadas por Guillermo Prieto pero a quien nadie, comenzando por éste, se atreve a acusar de cobardía, olvide sus responsabilidades con un tema que es una herida abierta para la clase política y militar. Un tema que enciende la soberbia de quienes se sienten herederos de españoles y de aztecas, pueblos imperiales y guerreros, y que subvaloran los recursos de los Estados Unidos para la guerra

      Incluso la derrota de Antonio López de Santa Anna ante Houston y su gente, que dio pie a la declaración de independencia por parte de Texas, al México institucional le resulta más bien episódica, y no carece de razón. En una campaña relámpago en la cual perdieron la vida símbolos texanos como David Crockett y el menor de los hermanos Bowie, Quinceuñas, como se conoce popularmente al general que perdió una pierna en acción, cayó sobre los independentistas en El Álamo y obtuvo una fácil victoria, a la cual debieron suceder definitivas otras. Pero cree “que ya no hay nada más que hacer que perseguir a los fugitivos”, “y al día siguiente está frente a las fuerzas de Houston, abrigadas en un bosque”. No descuida la vigilancia “pero no reconoce las posiciones del enemigo, ni hace plan de ataque”. Tal vez está ocupado en sabrosos asuntos, de acuerdo al fabulario de los texanos, que pinta al entonces presidente mexicano trabajado en su tienda por una hermosa mulata. Cierta o no la especie, Houston sorprende a don Antonio, en un par de horas lo derrota y apresa y termina obligándolo a firmar la separación de la provincia, en el principio de una historia de la cual los enemigos de la futura Alteza Serenísima tendrán sobrados elementos para burlarse a carcajadas.

      La independencia de Texas no se reconoce porque no es cuestión de poca monta. La superficie de la antigua provincia equivale a los estados de México, Morelos, Puebla, Tlaxcala, Querétaro, Hidalgo, Guanajuato, Jalisco, Aguascalientes y Zacatecas del siglo XXI, y goza “de un clima feraz, por ríos que se cruzan en todas direcciones y riegan sus inmensos valles, poblado de bosques preciosos, abundante en minerales de fierro y de carbón de piedra, propia para todo género de cultivo y hasta ahora sin rival para el del algodón”. Con ella se pierde la tercera parte de nuestra costa en el Golfo y queda rota la ya magra unidad territorial de la república, haciéndole un nuevo enorme boquete que termina exponiendo por entero la parte septentrional, durante siglos bien integrada hasta el Atlántico.

Por eso desde fines de los años 1700 ha sido gran objeto de la codicia estadounidense y por eso los gobiernos mexicanos pretenden su reconquista, aunque sin tomar cartas en el asunto realmente, a pesar de las columnas armadas que han permanecido en Matamoros desde 1836. Es verdad que pronto se apoyó a la rebelión de Nacogdoches, en la cual pobladores mexicanos se aliaron con naciones nómadas para “exterminar” a la Estrella Solitaria. Pero sólo seis años después se ordenó una incursión y más bien con sentido publicitario. El general Mariano Arista, a quien se encargarán las operaciones para detener a Taylor, fue comisionado entonces para amedrentar a los texanos. Con pequeñas partidas y sin resistencia llegó hasta las afueras de San Antonio y tomó tres poblaciones, para retirarse enseguida y provocar que Houston enviara a los suyos a territorio mexicano.

      El levantamiento de Paredes encontró un popular pretexto en la repulsa a los oficios para aceptar la pérdida de la región, iniciados por Herrera, el liberal moderado en la presidencia a fines de 1845, y en estos días se confía en que la factible confrontación con las tropas del Rudo y Listo Viejo culminé en el regreso de la provincia al seno nacional.

Lo previsto es una campaña limitada a los territorios en torno a la frontera con Texas, que para los optimistas habrá de resolverse no en el Nueces, o cerca del Bravo si Taylor se atreve a avanzar, sino mucho más al norte. “En la opinión general, no cabía duda respecto de nuestro cabal triunfo -recuerda un contemporáneo-. En varios discursos cívicos, oímos desarrollar el lisonjero tema de que el pabellón mexicano llegaría de allí a poco a ondear sobre el antiguo palacio de Jorge Washington”.

 

 

La“sutil diplomacia”

En los primeros meses de 1845, mientras descubre los placeres y enredos de la Casa Blanca, James Polk envía una embajada confidencial para tratar la compra de territorios del norte de México. En la minuta de la reunión de su gabinete, del miércoles 17 de marzo, se lee: “El principal objeto de la misión, según dijo el presidente, sería convenir en una frontera permanente... Dijo que la mejor sería el Río Grande del Norte, desde su desembocadura”.

      Ningún presidente estadounidense se ha atrevido a tanto, sin embargo no es la primera vez que Washington plantea a nuestro país la compra de territorios cuya apropiación da por sentada por otras vías. Primero lo hizo con la Florida y luego con Texas, cuando se propiciaban o dejaban desarrollarse las iniciativas del ex vicepresidente Burr, de Houston y otros. La animación de los avances hacia Nuevo México por medio de rutas comerciales, a su manera ha seguido tal lógica.

En realidad lo que hace ahora el Sr. Guerra, como están a punto de llamar a Polk la prensa liberal y los congresistas radicalizados, es repetir la probada fórmula de los gobiernos de su nación con los indios, de dar el golpe largamente deseado de improviso y sepultando arreglos firmados formalmente.

La misión para negociar la adquisición de territorios mexicanos fracasa, y siempre apurando los pasos Polk da paso a la anexión de Texas, espera a que México alardee con usar la fuerza contra Houston y compañía, y gira instrucciones para el traslado de Taylor a Corpus y para la formación de un par de ejércitos más: el del Centro, preparado a bajar hacia Nuevo México y luego a Chihuahua y Nuevo León; y el del Oeste, que dado el caso obrará sobre California.

Tal vez eso baste, parece pensar el presidente todavía en este enero de 1846, siguiendo la opinión del Rudo y Listo Viejo, quien está seguro de que “nuestro avance producirá por sí mismo un poderoso efecto”. ¿Bastará, a pesar de que en primera instancia sólo él habrá de moverse con el corto número de hombres que lo acompaña, alejándose mucho de cualquier ciudad estadounidense y dejando sus espaldas relativamente descubiertas, ya que los ejércitos del Centro y Oeste tendrán que cubrir una línea de excepcional extensión? ¿O más bien confía en el impacto del movimiento en gran escala que acompañará al de sus tropas? En cuanto se anunció la posibilidad del conflicto el Congreso aprobó elevar de siete mil quinientos a diez mil las naves de la Armada, en disposición de desplegarse por las costas mexicanas.

Presionando de vuelta las circunstancias, en estos días Polk envía un nuevo comisionado especial a la antigua capital azteca. La cuestión de Texas no es el único tema que debe negociar. Ni siquiera el principal. Lo más importante, lo que llevó ya a los barcos a Veracruz antes de destaparse aquélla, es el reclamo por indemnizaciones a ciudadanos de su país en suelo mexicano.

Bocanegra, el ex ministro que en el puerto de Veracruz escribe las memorias del México independiente, conoce al dedillo el asunto, con el cual lidió años atrás. ¿Reparaciones por ofensas a la propiedad, a la dignidad y la libertad de estadounidenses en nuestro país? ¿Cómo cuáles? He aquí dos probadas de la colección de demandas.

Una es la de John Balwin, “que fue perseguido por el alcalde de Minatitlán bajo el pretexto de un juicio contra él, condenándolo a prisión por lo que huyo siendo aprehendido después de lastimarse una pierna durante la carrera; perdió posteriormente su negocio y sus propiedades”. La otra es de la goleta Topaz, “utilizada por el gobierno mexicano… para transportar tropas en febrero de 1832… el capitán y el segundo fueron asesinados por los soldados y pasajeros, la tripulación apresada y el buque agregado al servicio mexicano”.

Lo que en los dos casos encuentran las indagatorias de nuestro encargado de relaciones exteriores, es lo siguiente. De Baldwin descubre “no es la clase de hombre que se pretende… puesto que se han instituido contra él seis causas criminales en la corte de Acayucan”. En cuanto a la goleta Topaz la investigación no ha terminado pero se comprueba “que la tropa mexicana que la ocupó custodiaba caudales del Gobierno y la tripulación americana dispuesta a jugarse el todo por el todo como ocurría a menudo en aquellos años, para apoderarse del dinero, arrojó al mar al capitán y aseguró a los soldados en la sentina del buque barricando las puertas; lograron éstos salir y cayendo sobre los amotinados los dominaron… siendo entregados los marinos a las autoridades de Anáhuac para que fueran juzgados”.

Lo más curioso de estas demandas es que no se presentan ante instancia judicial o administrativa alguna y cuando México exige sea así conforme al derecho mercantil internacional, Washington se niega terminantemente aduciendo dudas sobre la probidad de los funcionarios públicos mexicanos y porque, sin más y a su decir, “los Estados Unidos habían tenido éxito en presentar reclamaciones contra muchos países europeos sin someterse” a las autoridades directamente involucradas. ¿Extraña que uno de los negociadores estadounidenses sea el general Butler que hemos encontrado en Texas, a quien Austin calificaba del “más perverso villano” visto en su vida? 

En este enero de 1846 el enviado especial de Polk lleva instrucciones de relacionar el tema con las aspiraciones de expansión territorial: “Queda usted autorizado a ofrecerle a México que asumiremos el pago de todas las justas reclamaciones de nuestros ciudadanos, y pagaremos además cinco millones de dólares en caso de que el Gobierno Mexicano esté conforme en establecer una línea divisoria entre los dos países, desde la desembocadura del Río Grande hasta el punto en donde toca la línea de Nuevo México, y de allí al oeste del Río, a lo largo de la línea exterior de esa provincia, de manera que se incluya toda ella dentro del territorio de Estados Unidos”. Por California se ofrecerán cinco tantos más.

¿Y si México dice no, como apuesta cualquiera con sentido común y cierta idea del comportamiento previo de éste, sin importar cuán azarosos, inestables o ilegítimos hayan sido los gobiernos que recibieron las ofertas?

El Sr. Guerra juega. Lo hace convencido de tener una mano infinitamente superior a la de su contrincante, y dirigiendo la atención no hacia éste sino hacia Inglaterra y Francia, los dos imperios dominantes en la época, y hacia quienes en los Estados Unidos lo desaprueban y vigilan. Por eso barniza sus actos o los oculta de plano.

Mientras ordena a su representante iniciar las negociaciones que incluyen el ofrecimiento de los veinticinco millones de dólares por California, para ésta ha reforzado una política que concibió muy pronto, retomando prácticas de sus antecesores. En octubre de 1845 nombró agente especial allí a Thomas O. Larkin, empresario y primer especulador de tierras en la región. Para algunos contemporáneos e historiadores estadounidenses el objetivo es muy claro: “Larkin debía estar pendiente de alguna oportunidad para promover una revolución al estilo de Texas, que llevaría a la anexión a los Estados Unidos”. Luego el presidente dio su bendición a una pequeña partida bajo el mando de John Charles Fremont, un aventurero con buenos amigos en los altos círculos políticos: Su objetivo ha resultado tan a la vista hostil, que las autoridades californianas no dudan ahora en emplear la fuerza para obligarlo a salir de la provincia.

      Queda claro que el Sr. Guerra espera sea suficiente la amenaza de su armada y la puesta en pie de ejércitos en oportunidad de dar unos cuantos, contundentes golpes para vencer la necedad del gobierno mexicano de rechazar los dólares que coquetean en su mano. Y si no sucediera de ese modo tiene sobre la mesa prudentes alternativas para sus propósitos.

Puede conformarse momentáneamente con el reconocimiento de la anexión de Texas, y reforzar para California, Nuevo México y el norte de Sonora la estrategia de avances colonizadores. Sería no sólo lo menos costoso y riesgoso para él, sino lo más razonable para una Unión Americana sustentada en un delicado balance entre el Norte y el Sur, que de romperse, como han temido Jefferson y muchos más, puede conducir a la guerra civil o a la disgregación.

Pero a la usanza de futuros amos del Capitolio, el Sr. Guerra está dispuesto a llegar a extremos que nadie puede prever.

 

 

De soledades

Si bien en las columnas estadounidenses no hay registro de deserciones mayores en Corpus, Kelley tal vez no es el único en marcharse en estos días y sin duda no el primero, pues tres meses atrás desapareció James Miller, con quien luego nos encontraremos. En todo caso el irlandés parece ir por allí a solas.

Parece. Uno de los propósitos de este libro es respetar a los cuatrocientos o quinientos integrantes del Batallón de San Patricio, porque a pesar de que se conservan de ellos apenas unos cuantos, pobres informes, se los dibuja con desparpajo y de las más absurdas maneras. Y sobre todo porque son uno de esos contados casos en los cuales una porción de seres humanos del común, a veces con nombre y apellido, con fechas y lugares de nacimiento, se unen a los hombres, y muy de vez en cuando a las mujeres, para quienes la historia está reservada justamente en razón de que se deslindan del populacho.

Esos cinco o seis centenares ocupan una página o la totalidad de una treintena de libros, por lo bajo, como sombras que provocan toda clase de preguntas sin respuesta posible al buscarlas una por una. La del James Kelley nacido en el condado de Cork en 1816, pongamos por caso.

No tenemos idea de cómo luce, de cuál es su timbre de voz, su andar, su carácter, o lo que circula por su cabeza. Y sin embargo lo sabemos ahí, ahí sin dudas, ahora por las cercanías de Corpus. Escuchamos sus botas trabajando contra el piso arenoso, el viento salado que sopla sobre su rostro, el vuelo de las gaviotas y los buitres en sus ojos, y casi percibimos su rancio olor.

¿Cómo experimenta el mareo de la libertad sin límites recién adquirida? Los días no tienen obligaciones y las posibilidades de futuro son infinitas e imprevisibles.

En breve, cuando nazca, la novela del Oeste estará construida sobre personalidades en las mismas condiciones que la de nuestro personaje, que han abandonado todo vínculo externo con su vida anterior. “No creo que supiésemos su verdadero nombre –son las primeras palabras de uno de los cuentos del fundador Bret Harte-, pero esta ignorancia no nos causó el menor disgusto, puesto que ya en 1854 la mayor parte de Sandy Bar -un campamento minero de los numerosos en California tras la Guerra Mexicana- se bautizó de nuevo”. Con frecuencia, continúa el escritor, “los apodos se derivaban de alguna extraordinaria extravagancia en el vestir”, “de alguna particularidad en las costumbres” o “de algún desgraciado lapsus”. Y concluye: “Puede que esto no haya sido el principio de una tosca heráldica, pero me inclino a pensar que, como en aquellos días el verdadero nombre de un individuo descansaba únicamente en su deleznable palabra, no se le daba importancia”.

Al abandonar Corpus se diría que Kelley está preparado para sumarse a una comunidad como la de Sandy Bar. Pero no es lo usual en los irlandeses de su tipo en la Unión Americana, acostumbrados a apretarse entre sí, enfrentando en grupo no importa qué aventura. Además no hay a un centenar de kilómetros a la redonda nada semejante al campamento minero aquél.

De guiarse por la tierra debe seguir el curso del Nueces a lo largo de la orilla norte, donde se abre un camino hecho por la costumbre. Las jornadas de posible soledad y de seguro penetrante frío nocturno forzosamente son un martirio, que el alimento no alivia ya que el irlandés no tiene forma de descubrir la salvación, como los indios nómadas de Cabeza de Vaca, tras la agresiva envoltura de las tunas, en las raíces o en las pequeñas criaturas que reptan entre las piedras.

Al cabo de cinco, seis, siete días encuentra un pueblo. No conoce de la lengua española ni un comino, pero si sabe leer y escribir quizás el letrero a la entrada le diga algo: San Patricio. ¿Quiere decir Saint Patrick, nombre del patrón de Irlanda? ¿Aquí, en lugares dejados de la mano de Dios? Todo se ha vuelto posible y Kelley por la más imperiosa necesidad debió perder la capacidad de sobresaltarse y echar a andar las ideas, que en un descuido lo paralizarían hasta la muerte, como han comprobado los corredores de bosques franceses en Norteamérica y miles de otros europeos resueltos a penetrar el corazón de los países de ultramar.

¿No lo inquieta al menos el primer pueblo fantasma visto en su vida? No hay un alma en el lugar y las mordeduras en los muros de las casas hablan de algo más que el simple paso del tiempo. Aquí ha sucedido algo, pensará, sin idea de que el vecindario quedó involucrado en la guerra méxicotexana y en sus secuelas y decidió marcharse[†].

¿Encontrará algo allí que calme el hambre? Irá de hogar en hogar sospechando en lo poco abandonado dentro, lo que la improvisada iglesia grita a los cuatro vientos y que él terminará por comprender: el cartel a las afueras es, sí, lo que sospechó, y allí han vivido compatriotas suyos. Las reflexiones terminarán en ese punto. Sobrevivir es el tema y lo demás sale sobrando. Entonces descubrirá la marca de un nuevo camino, en recta dirección al sur.

 

 

Palacios de Moctezuma en la imaginación

El imaginario O´Donnell, sus compatriotas reales y muchos otros de los reclutas del ejército regular que acompaña al general Taylor, van allí por la paga y quizá por la oportunidad de un ascenso, sin fiebres patrióticas o aventureras en la cabeza. Pero para otros de los que están ya en Corpus o que pronto se les sumarán también como regulares o como voluntarios con paga, de entrada la perspectiva de la guerra mexicana resulta un apasionante reto. Conscientes de la importancia histórica del asunto muchos escriben diarios o toman notas para futuras memorias, y empiezan reproduciendo el festivo ambiente de las regiones del sudoeste con que se celebra la campaña contra el vecino del sur:

      “Las calles a través de las cuales marchábamos estaban llenas de una densa multitud de espectadores. Había allí madres, esposas, hijos... Las amigables descargas de la artillería anunciaban nuestra marcha...” Es un ambiente que a los ojos de algunos está plagado de sublimes presagios: “Para conquistar a los descendientes de los conquistadores españoles y plantar la bandera de nuestra joven república sobre las ruinas de los palacios de Moctezuma. ¡Qué mejor perspectiva para cautivar la juvenil imaginación!”

      El entusiasmo esconde motivos y comportamientos muy variados. Como los que descubren las magníficas memorias de Samuel F. Chamberlain. Chamberlain tiene diecisiete años y ha encontrado al ejército como un destino providencial, después del fracaso de sus sueños, por más de un año, desde Wocester Depot, Boston, a Nueva Orleans. “Cuando llegué la ciudad estaba presa de la excitación causada por las nuevas sobre el general Taylor. Dos horas después estaba enlistado. Vociferé y tomé whiskie con la multitud, hasta que varios días después nos llamaron.”

      Lo mismo que el resto de la compañías de voluntarios, la de Chamberlain debía escoger a sus oficiales. El capitán fue designado tras una breve arenga: “¡Compañeros ciudadanos! ¡Soy Peter Goff, el Carnicero de Middletown! ¡Yo soy! ¡Soy el que disparó sobre Lovejoy, el Yankee abolicionista, hijo de mala madre!”

      Chamberlain aspiraba al cargo de teniente, compitiendo contra un viejo zorro que endulzó sus argumentos con dos o tres tandas gratis de licor: “No tenía oportunidad de ganar -todo mi dinero había volado- pero hice un largo y galano discurso, prometiendo numerosos Palacios de Moctezuma y dorados Cristos mexicanos. Pero, ¡ay de mí!, los desgraciados prefirieron wkiskie presente que Cristos futuros”.

      Hombres duros, sin duda, los compañeros de Samuel. Una noche el joven invita al mejor nuevo amigo a probar su fortuna en un salón de juego, y deteniendo a tiempo una buena racha salen del lugar con las alforjas de Chamberlain bien provistas. De regreso al campamento el amigo salta sobre él con intenciones de no dejar testigos, sólo para probar que la fortuna del muchacho no se reduce a las cartas. Y allí queda, moribundo y a expensas de los animales de rapiña.

      Hombres duros y a ratos confiados en hacer de la coyuntura un provechoso negocio. El diario del Fulton que nos dio pretexto para recrear las valandronadas del ranger en Corpus, recuerda como un soldado y su socio civil sacaban ventaja de sidra adulterada, hasta hacerse enormemente populares: “Su sidra volaba y los gruesos bolsillos de sus pantalones contenían plata suficiente para establecer un banco”.

      Son anécdotas que forman parte de la picardía de un ejército improvisado, en el cual cada vez más abundarán las columnas de los “millones de ciudadanos libres y armados” de cuya existencia el presidente Polk presume y felicita al país.

La atractiva idea de la guerra que retratan las primeras páginas de muchos de estos testimonios, se disipa pronto. “Estamos bajo una muy estricta disciplina aquí -cuenta el soldado Tomlimson. -Nuestros oficiales son buenos hombres, pero el balance de ellos... Golpean con la espada y abusan de los soldados de la manera más brutal posible. Si protestan los hacen tomar agua del río, hasta casi ahogarlos. Muchos se han enfermado severamente por ello... Otra forma de castigo es que los meten en un hoyo en la tierra...”

      Así es el ejército que los Estados Unidos de Polk ponen en acción contra México. Un ejército sólidamente dividido entre los oficiales, auténticos seres humanos orgullosos de representar, a lo Whitman, la culminación de la historia, y sus callejeras copias de los hombres de línea. En particular si éstos son inmigrantes y, subrayadamente, católicos: “Un soldado encontrado culpable de emborracharse o amotinarse podía recibir penas tan variadas como pasar 30 días de cárcel o ser ajusticiado. Normalmente si era norteamericano nativo recibía el primer castigo. Si era un inmigrante, en especial irlandés o alemán, recibía automáticamente la más grave sentencia”.

 

 

Pat el villano

Si O´Donnell, Kelley y John O´Rilley no esperaban los castigos excesivos que dan a sus iguales en las filas de Taylor, de seguro no los toman del todo por sorpresa. Los irlandeses católicos, descendientes de los viejos clanes de la isla, se negaron a enrolarse en la aventura del Cuarto Continente hasta los años 1820, y en abierto contraste con los inmigrantes del resto de Europa no tienden a dispersarse por el país tras la promesa de tierras y se concentran en las ciudades costeras atlánticas que los han visto llegar. Los historiadores atribuyen este comportamiento a la pobre cultura campesina de hombres y mujeres hace mucho sin un palmo de tierra propia en la isla. Tal vez eso cuenta, pero hay otros poderosos porqués para preferir las zonas urbanas y permanecer juntos.

Quienes de entre ellos se convierten en escritores, tienden a utilizar la sátira para narrar la recepción que los estadounidenses dan a sus compatriotas. Uno lleva a su Father Quipes, recién desembarcado en Filadelfia, por un valle del río Ohio de la infancia de Zacarías Taylor, y lo hace alarmarse con “el extraño grito de un pájaro sentado en un árbol encima de mi cabeza”, que textualmente le habla con su “Whop-ho-hee”. Apretando el paso Quipes se llega a la casa más próxima para reportar este asunto de la mayor gravedad. ”El tipo soltó en mi cara la más grosera carcajada que jamás había oído.” Fuera de sí por el incomprensible comportamiento el irlandés despotrica largamente, en el estilo estereotipado que los Wasp – por las siglas en inglés de Blanco, Anglo y Protestante- suelen poner en boca de los de su clase.

      Al día siguiente el personaje continúa su camino, hundiéndose en “la extraña tierra” que acumula “curiosidades” y que pronto le revela la presencia de un “duende diabólico” al cual sin fortuna intenta de atrapar, pues se mueve con una pasmosa agilidad. Un cuarto de milla adelante Quipes encuentra a un hombre a caballo y le cuenta la historia sólo para que vuelvan a burlarse de él, ahora por confundir a una víbora y atreverse a intentar capturarla.

      Son caricaturas que se ríen de las hechas por los estadounidenses sobre un Pat o un Cabeza de Papa, conforme se conoce a los inmigrantes católico-irlandeses, cuya primitiva arrogancia le dibuja aspavientos a montones, una voz chillona, un andar firme y descuidado y una mirada incapaz de ver más allá de sí mismo. Un ser que aparece como un bruto de la peor especie, a veces no menos patético que un "piel roja" a los ojos de un angloprotestante. Es el Pat que en otro cuento, enlistado en el ejército comparte una velada con los indios:

      "-¡Por los poderes de Barnaby, bien hecho! - vociferaba el tipo, mientras su compañía no dejaba de reír casi tanto de sus extravagancias como de las de los danzantes indígenas.”

      Se trata de una representación que traduce la incomodidad del estadounidense medio por la repentina, masiva presencia de una inmigración que como ninguna se esfuerza en preservar sus tradiciones y se resiste a confundirse con los demás. Que se niega a asistir a las escuelas públicas que enorgullecen a la nación, tachándolas de heréticas, y que desespera a la mayoría angloparlante porque, viniendo de un país donde el inglés es el idioma oficial, “lo hable tan mal” o incluso “insista en ese parloteo suyo de hace mil años, que llaman gaélico”.

      En verdad la población de los Estados Unidos se siente incómoda con los Pats. Incómoda y algo más. ¿No forman parte de una conspiración del Papa para terminar con las iglesias del país? ¿Y no merecen por ello algunas buenas lecciones, sin faltar la muerte escueta?

 

 

Matamoros. 15 de febrero

A nadie importa cuándo y cómo llegó James Kelley a esta ciudad. A los que escriben o hacen cine con el Batallón de San Patricio les tiene sin cuidado si el del condado de Cork realizó el viaje o aun si existió. Hasta su nombre sale sobrando, fuera de para quienes centran el culto a estos hombres en las placas de la plaza de San Jacinto, en San Ángel, valle de México.

Para estos trabajos[‡] los miembros del Batallón toman la decisión en bloque y en un acto de identificación con México, con su catolicismo o con su justa causa, lanzando encendidos, cultos discursos dirigidos a la gloria que conquistan tan repentinamente como el castellano, en el cual se expresan con fluidez apenas desertar, aprestándose a vivir los inconcebibles tormentosos o lánguidos romances que escritores y cineastas precisen.

      Sólo un historiador se vuelve aparentemente fiel a los documentos, para darles la vuelta y avalar la versión estadounidense de que estamos ante una punta de truhanes de nacionalidades diversas, sin relación con una comunidad irlandesa que agradece la amorosa forma en la cual la Unión Americana le abre los brazos.

No importa pues si sucedieron los muy factibles cuarenta kilómetros de Kelley al pueblo de San Patricio, ni los inevitables más de doscientos desde allí o siguiendo la costa, hasta el Paraje de los Esteros Hermosos, nombre con que sus fundadores bautizaron en principio a Matamoros. ¿Le ha acontecido a James lo que asegurarán los en general poco convincentes testimonios de una porción de los San Patricios llevados a juicio en septiembre de 1847, y rancheros mexicanos lo aprenden para conducirlo ante la autoridad militar? Es posible, pero lejos de hacer el camino bajo la más tenaz resistencia, como afirmarán aquéllos, habrá dado gracias a Dios por ello.

Pronto escucharemos lo que opinarán los soldados de Taylor sobre los “esteros hermosos” en derredor de la ciudad y sobre el sinuoso curso del Bravo, subiendo y bajando precipitada y repetidamente al acercarse a su desaparición en el Golfo. Para Kelley enmarcan por necesidad al par de enormes propiedades rurales a ambos costados, a la salpicadura de ranchos prósperos y miserables, y a la única población mecedora del título que ha visto en meses.

La torre de la iglesia mayor quizás le endulza la mirada kilómetros antes de llegar, con el dejo de ese primigenio misterio cristiano conservado por el catolicismo y hecho a un lado por los cultos protestantes, que él aprendió a amar desde niño y en el cual reside la posibilidad de recrear la vida como algo más que el valle de lágrimas que ha sido siempre, siempre sin duda, para él.

Las campanas llamando a misa, las sotanas de los curas, el interior de los templos, las procesiones, los ritos entrevistos por las puertas de los hogares, de un sincretismo profundo, lo confundirán con lo mucho de familiar y de extraño que hay en ellos. ¿Eso le proporciona una cierta sensación de regreso a casa, que se disipa y afirma a un tiempo por el lugar que ocupa en la ciudad?

Sigue siendo un hombre de la más baja especie, ahora a los ojos de la media docena de familias fundadoras que continúan reinando sobre el lugar; de los comerciantes enriquecidos, de los oficiales que se pavonean por las calles, del magistrado y el patrón de la cantina, el boticario, los escribientes y cuantos tienen dos pesos que perder. Pero a su altura y por debajo de él queda el grueso de un vecindario crecido por las columnas del ejército y las soldaderas, y por los galleros, tahúres, prostitutas, ladrones, músicos y vendedores ambulantes, que siguen la invitación de todo conglomerado militar.

La fiesta, el amor furtivo y las furtivas miradas son rutina que padres y esposos celan ante la corte de livianos forasteros, en una atmósfera en la cual no tenemos idea de qué manera se mueve Kelley. En cualquier caso será cuando al cabo de una semana o dos de prisión el general Mejía, responsable temporal de la plaza, decida echarlo a la calle pues no tiene qué agregar a los informes de James Miller, su predecesor, y al de los posibles otros que han llegado portado el uniforme de los Estados Unidos.

¿Se reconocen y andan juntos? ¿Hacen migas con los aficionados a la aventura que convierten a la ciudad en hogar y que están habituados a tratar con los personajes más inusitados? Y de no ser así ¿habrá quien se apiade de su aire de vapuleados perros sin dueño? Nos referimos a Kelley y a Miller, y no a los que al modo de los miles que los imiten durante el siguiente año y medio, recomenzarán la vida en el interior del país sin ligarse a nuestro ejército .

 

 

Haciendo cálculos

No hay observador extranjero que apueste un peso por la paz y se discuten las posibilidades de uno y otro bando. “Las fuerzas mexicanas son más rápidas que las de los Estados Unidos, y éstas no podrán soportar la guerra por mucho tiempo”, escribe un corresponsal inglés, y su canciller y el español dicen estar de acuerdo.

      Quién sabe cuán sinceras sean estas observaciones, viciadas por la preocupación de las dos naciones ante una posible victoria de los Estados Unidos. Como sea ¿de qué clase de guerra se habla? El Rudo y Listo Viejo diseña una campaña disuasiva que dé unos cuantos, decisivos golpes a unas tropas a las cuales desprecia: están "mal organizadas”, escribe, “y miserablemente armadas".

Una porción no despreciable de los dos mil soldados presentes en Matamoros ha sido reclutada por la fuerza y algunos son indígenas de zonas en conflicto con el gobierno. Prieto, de vuelta, dibuja la desgracia de la leva: ”Este saqueo de gente, esta declaración bárbara de buena presa y botín del soldado al hombre su hermano, para asimilárselo por la corrupción y por el infortunio... He visto en Cadereyta y Tequisquiapan huir a los hombres a los montes a mantenerse con tunas o nopales o a morir de hambre por librarse de los militares”.

      Si el soberbio aspecto de los mandos y de las unidades de elite parece hablar de abundancia, el del grueso de la tropa, a quien suele faltarte camiseta y hasta calzado, y en la cual no faltan los que conservan su viejo traje de manta, es prueba de terribles estrecheces económicas y de absoluta indiferencia hacia los considerados menos que carne de cañón por sus superiores.

De verla en el marco general de América la artillería no deja de tener algo de imponente, pero en conjunto resulta vieja y pesada. Y si sobran los diestros caballos del país, a cambio faltan casi por entero los transportes marítimos y fluviales, entre un más o menos universal desinterés por el estado de trenes de servicio, que pronto volverá una odisea el traslado de cañones a Matamoros desde la ciudad de México. Dos semanas pasarán en atravesar tan sólo los veinte kilómetros de los lodazales de la periferia norte de la capital.

Nada de ello parece preocupar particularmente a los generales, que se han concentrado en perfeccionar sus dotes de persuasión y manipulación. No parece preocuparlos a ellos ni, por extensión, a la oficialidad en su conjunto. En un país que arruinándolas desanima las industrias humanas, la carrera militar ha resultado uno de los pocos destinos seguros para jóvenes entre quienes la lección más concienzuda es un cinismo que ha convertido a los más aviesos u ocurrentes en los tiranos de la moda.

En estos días uno de los prominentes en guiar las maneras de los salones y los jolgorios callejeros es uno de los capitanes que se designarán para dirigir al Batallón de San Patricio: Francisco, Pancho, Schiafino, un joven “gallardísimo”, de “figura aristocrática”. “Moreno, ojos verdes, cabello de seda, gran bigote... valiente, enamorado, franco... de chispa y travesuras inagotables... acicalado como una dama... preparaba un banquete y disponía un menú sorprendente... pedía luz, flores y beldades y creaba un baile olímpico.”

Aunque estas condiciones no deciden de antemano el desenlace de una guerra que ninguno de los dos cuarteles generales calcula como debe. Los comandantes en jefe, brigadieres, coroneles, mayores y demás, mexicanos conocen en detalle la geografía militar del país y el conflicto probará que, ciertamente, conforme aseguran los observadores europeos, las columnas nacionales tienen una movilidad extraordinaria y sus soldados de infantería, no importa si salidos de la leva, están preparados para los mayores esfuerzos, apoyados por las soldaderas, que constituyen el cuerpo informal del ejército.

El presupuesto estadounidense de que sobrará una breve, sólida demostración de fuerza para orillar a sus vecinos a la negociación, es mera apuesta. Si Washington atina evitará retar a un territorio excepcionalmente vasto, complejo, de múltiples maneras arduo. De equivocarse, sus tropas deberán sufrir la dura experiencia de extenuantes, a veces mortales jornadas y la posible hostilidad de vaya uno a calcular cuántos de los tres mil y tantos pueblos y caseríos en los cuales el México norteño se desgrana.

 

 

Corpus Christi. 8 de marzo de 1846

El nuevo comisionado de la Casa Blanca ha llegado a la ciudad de México para insistir en que el caso de Texas y el cumplimiento de las reclamaciones tienen que ser tratados como un sólo problema: “Los dos puntos deben ir de la mano: nunca pueden separarse”, le ha ordenado Polk. El ejecutivo mexicano se niega a recibirlo y mientras la armada estadounidense hace los preparativos para copar la entrada a todos los puertos de México en ambos océanos, Taylor recibe la orden de adelantarse hasta el Bravo.

Sus primeras brigadas salen hoy del poblado. Mientras desfilan, John O´Rilley, el irlandés no hace mucho al servicio del ejército de la Gran Bretaña, confirma que ésta es la primera guerra en regla para el comandante y para sus hombres. Sólo así se explica la división de las columnas en demasiados cuerpos, los descuidos en la instrucción o la escasez de tenientes, mayores, etcétera. O la avalancha de alharaquientos voluntarios organizados bajo sus propias normas, que al poco obligaron al Rudo y Listo Viejo a ordenar, a punta de pistola, su regreso a casa.

      El irlandés sabe eso y nada más. Se pierde así el revolucionario sentido de un ejército que prepara a los que en menos de un siglo se extenderán por todo el mundo. No entiende, por ejemplo, que la austera facha se adelanta a la muy moderna idea de una guerra sin artilugios ni pasión ni enemigo que mirar a los ojos, sostenida por la perfecta frialdad, por el ininterrumpido progreso de la capacidad de fuego y la aparición de monstruosos elementos. O que la falta de esto o aquello no importa, porque a sus espaldas se levanta una infraestructura financiera e industrial suficiente para, si es preciso, doblar o triplicar el material bélico disponible. O que a la mano del comandante están servicios de ingeniería, de transporte y mantenimiento tan eficientes, quizás, como los mejores del planeta.

      Para el irlandés, que lleva apenas un año en el país, muchas cosas han de pasar literalmente de noche. Cosas sin las cuales no hay forma de que se acerque siquiera un poco al espíritu estadounidense reflejado en el campamento. Los modos del comandante en jefe, sí, son heterodoxos, pero de seguro los más adecuados para manejar a filas en cuyos desaseos van también sus ventajas.

Un historiador inglés y un escritor mexicano advertirán más tarde que el muy modesto ejército permanente de los Estados Unidos, es resultado de una política deliberada o de un rasgo característico de su sociedad. A él se ha referido con orgullo Polk al hablar de “soldados, ciudadanos armados“. “Consiste este rasgo en que, sin costo para el gobierno ni peligro para nuestra libertad, tenemos virtualmente en el seno de nuestra sociedad de hombres libres, disponibles para una guerra justa y necesaria, un ejército permanente de dos millones” de estos hombres.

 

 

Frontón de Santa Isabel-Matamoros. 24 de marzo, 1846

Cinco días antes Taylor avanzó hasta Arroyo Colorado, a unos cinco kilómetros de Matamoros, por un “campo franco”, sin encontrar más resistencia que la de media docena de mexicanos disparando a las avanzadas para ocultarse enseguida. Entonces se detuvo con cautela, considerando que si el estío mermó considerablemente su caudal el cauce debía cruzarse sin resguardo y por varios puntos.

El general Mejía, encargado de las columnas apostadas en Matamaros, en una sonora proclama convocó al magro vecindario tras el Bravo a hostilizar al enemigo y advirtió a éste que le impedirá el paso. Pero no contaba con elementos mínimos para ello, con sus dos mil efectivos y su veintena de piezas de artillería, de los cuales debería servirse a un tiempo para un ataque en forma, la conservación de la línea a Matamoros y la protección de ésta.

El Rudo y Listo Viejo, a quien no gustan los discursos, reaccionó instantáneamente y ordenó el cruce apoyado por sus baterías. Conforme al sentido común los mexicanos no estaban allí para evitarlo y de la pequeña partida que hizo unos pocos, intimidatorios disparos, los más desprevenidos terminaron cayendo presos.

Hoy los estadounidenses toman los restos que dejó el incendio con el cual respondieron a los llamados de Mejía los vecinos de Santa Isabel, una población crecida al amparo de un frontón frente a los esteros, para montar su cuartel general. El lugar, a un par de kilómetros de la ciudad mexicana, es un punto particularmente favorable ya que al borde de la laguna del Padre Bayín, en la cual rematan los pantanos de la zona, lo pone en contacto por vía fluvial con los barcos que conducen sus cargamentos bordeando el Golfo, y que anclan en Brazos de Santiago, a un paso, y en camino al cual van ya tropas de apoyo.

Si bien ambos gobiernos continúan confiando en que no se involucrarán en un conflicto duradero y de grandes dimensiones y si bien la guerra no se ha declarado, ésta es un hecho y en Matamoros y sus alrededores la proximidad de la muerte puede percibirse desde ahora.

      La población se siente atrapada por lo imprevisible que vendrá de enfrente y por la irritada excitación de las columnas nacionales, entre quienes circulan los relatos sobre Arroyo Colorado, los informes filtrados desde la oficina del general Mejía y lo que perciben desde las atalayas, creándose un cuadro impreciso que despierta la impaciencia de los oficiales. Éstos la transmiten a sus soldados a punta de órdenes destempladas y castigos, de forma que el vecindario queda expuesto a los excesos de unos y de otros.

      Los Solís, los Longoria, los Hinojosa, los Cisneros, los Villarreal, los Garza Falcón, ricos propietarios emparentados entre sí y algunas de cuyas posesiones quedan del costado norte del río, deben tratar de poner a buen recaudo sus granos y sus hatos de ganado, o de negociar su venta a Mejía, quién sabe con cuántas ventajas para cada parte -precios artificialmente elevados, comisiones que no se declaran. De la noche a la mañana todo puede escasear, comienzan a entender los vecinos, y la vida cotidiana se pone a alterarse.

      Los diarios de soldados y oficiales estadounidenses nos permiten hacernos una idea de la atmósfera en su campamento. Del lado mexicano no tenemos más que las memorias del puñado de oficiales que comparten las preocupaciones de Otero y Prieto, cuyo único interés son las acciones bélicas. Pero hay modo de asomarse a la intimidad de nuestras tropas, a través de un trío de personajes recogidos luego por un militar y escritor, y de echar a andar la imaginación con ellos.

Al trío lo preside una mujer bajita, delgada, nervuda, envuelta en los restos de un sarape que reta al mundo al dejar descubierta la cabeza orgullosa de sus gruesos, lacios, sucios cabellos negros con rayones de canas prematuras, volando al viento con la misma falta de recato que la de su triste vestido, su altanera voz, la insolencia de sus ademanes. Al calor de la lumbre animada por ella un hombre en un uniforme de renuevo parejamente pintado de tierra, con un ojo sepultado para siempre por el párpado se sienta en el suelo con el aplomo de un rey, y un paso atrás un segundo, muchos años más joven, en un raído traje de manta al que un gorro rojo completa de la más inopinada, obtusa manera, se prepara a imitarlo con la cabeza gacha.

La cuota de alimentos a la tropa ha comenzado a reducirse y la mujer se solaza en el festejo que ahora representan su olla de frijoles y su masa tierna, a los cuales por primera vez agrega yerbas que consiguen pasar por verdolagas, y sirve un par de tortillas. Antes de hincar el diente a la que le corresponde, el tuerto imita un cacareo, burlándose del tinglado de voces superpuestas que a su lado hace un grupo de soldados con las más contradictorias opiniones sobre los recientes acontecimientos. Sin dejar su labor ella esboza una sonrisa irónica al mirarlo y el joven que los observa comprende y no el sentido del gesto. ¿Quién parece errar? ¿Los de junto o su compañero? Cómo saberlo si mal entiende la lengua de ellos y apenas conoce a la pareja que hace con él las veces de padrinos.

Observándolo habrá quien piense que en este conjunto hay una incomparable miseria de cuerpos y de almas. Pero se encuentra allí una cantidad de dolor dado y recibido no muy distinto al que circula en abundancia por las sombras de los caminos y los entreveros de las ciudades, en el corazón de decenas de miles de ladrones, prostitutas, pordioseros.

¿Cuántos entre los soldados deben al menos una vida y un pecho o una espalda descuajadas fuera del cumplimiento de su deber, y una o más mujeres violentadas a solas o en bola? ¿Y qué tanto de las soldaderas ha sufrido o se ha cobrado una afrenta con sangre de por medio? ¿Se exagera apostando que ellos y ellas son expertos en pepenar lo que no es suyo; que han estado involucrados en ”sociedades criminales” y dejaron regados, muertos o vivos, con pena o con descaro, a vaya uno a precisar el número de hijos?

En todo caso el tuerto atina al imitar a las gallinas, ya que la charla de los soldados colecciona necedades, pero es la ironía de la mujer quien da en el blanco: todos se hinchan el pecho y ninguno entiende. No lo hacen por mero instinto de supervivencia, y al despotricar contra tal y cual autoridad por los despropósitos acumulados, no dudan sin embargo ni por un segundo que lo que viene resultará, caídos más, caídos menos, una jornada de muchas.

No sería cosa despreciable, porque si ciertamente los cuantiosos pronunciamientos militares suelen resolverse antes de la batalla final, a fuerza de componendas, y los dos intentos de invasión extranjera que dan un tinte heroico a los tiempos fueron más bien amagos decididos en unas cuantas días, el gasto de vidas en batalla durante un cuarto de siglo de independencia no ha sido una bicoca y los viajeros europeos suelen documentar sus huellas: ”Nada más triste que el aspecto de las calles por donde pasamos... Una inusitada soledad, casas acribilladas a balazos, iglesias semiderruidas y bandadas de buitres congregándose”.

En la memoria de los mexicanos contemporáneos queda por lo menos un recuerdo como este de la infancia de Prieto: “Un día nos despertó el estampido del cañón, atravesaban las calles soldados con las espadas desnudas... Gente corriendo, puertas que se cerraban con estrépito, cadáveres de transeúntes desgraciados, mujeres como locas preguntado”. Recuerdos que para de miles de campesinos indígenas son de llanas matanzas.

      No importa cuán baladíes resulten los motivos de una asonada, al combate a campo abierto suele suceder el asalto a un cuartel y la disputa de una ciudad o una villa calle por calle, dejando detrás una mancha de cadáveres. ¿El optimismo de artículos y discursos callejeros piensa que esta vez no se necesitará mucho más? Quizás en la capital del país y otras lugares, lejos de Matamoros.

El tuerto y sus compañeros parecen presentir algo distinto y negarse a reconocerlo. La compañera de él, por el contrario, no deja que se le escapen signos tan claros como los zopilotes que han venido congregándose en el último par de días con su fino olfato y su paciente espera por la carroña en la cual se convertirán caballos, mulas, burros y un surtido de animales silvestres alcanzados por la metralla.

Es normal, piensan todos, pero la mujer advierte la presencia no sólo de los negros pajarracos de la región con sus rojas crestas, sino de otros menos tiznados y de remates amarillos y anaranjados, que ha visto engordar bastante más allá, en el Bolsón de Mapimí, por donde suben y bajan para sus incursiones los comanches, los apaches lipanes y demás nómadas guerreros. Así no la han tomado por sorpresa los escandalizados dichos sobre inusuales asaltos de coyotes a las recuas que alimentan el comercio de la ciudad. Imagina a las manadas rondando por la zona tras la confiable guía de las aves[§].

 

 

Aguardando la amarga lección

Si hasta hace unos días, que no aparecieran los refuerzos esperados desde el año anterior era una grave falta, no tomar ahora previsiones con carácter urgente es imperdonable, por más que se desprecie a los estadounidenses, que se piense en un conflicto de alcances limitados o se apueste por hacer tiempo.

¿En qué gasta los días el gobierno interino? En responder a las airadas protestas por su convocatoria a las votaciones restringidas: es bien sabido en otros países democráticos, pontifica, que “escaso merito” tiene “quien no hubiese sabido formarse una renta mínima”. Y en sofocar cinco revueltas de muy distinto carácter.

      Tres de ellas, en Sonora, Sinaloa y Guadalajara, son de militares locales que aprovechan las circunstancias para llevar agua a su molino o al de Santa Anna en el exilio. La cuarta la dirige en el sur el general Juan Álvarez, federalista convencido, y de la última, por los mismos rumbos, no se habla aunque es parte de una historia extendida hace mucho por el territorio “nacional”:

Mientras las comunidades del distrito de Tehuantepec se levantan en defensa de sus parcelas y por hacer respetar sus costumbres, expulsando al juez de paz que robó el antiguo mapa de Juchitán, y a dos autoridades municipales más por malversación de fondos comunales[**];

      a pocos meses de que los pueblos de la Mixteca oaxaqueña tomen las principales villas contra la opresión de instituciones civiles y religiosas, y de que los nahuas y mixtecos del sudoeste de la vecina Puebla sostengan con las armas su negativa a pagar el restaurado impuesto de capitación;

      entre unos días y un par de años antes de que los campesinos de la Sierra Gorda de Querétaro, de la región occidental de Morelos y de la colindancia de los estados de México e Hidalgo se rebelen por la tierra, por la afectación de los bienes comunales o por la voracidad de los hacendados en general, y los mayas peninsulares llamen de plano a la desaparición de los extraños, como designan a mestizos y criollos;

      ya que en el dos años previos se han producido alzamientos generalizados en la Montaña del futuro estado de Guerrero, tropas nacionales se posesionan del poblado de Altiaca, departamento de Las Joyas, en el mismo rumbo. Dicen perseguir a un par de indígenas que han cometido un asesinato, pero en realidad están allí por la sublevación cuyo caudillo es Miguel Casarrubias, insurreccionado contra las pesadas cargas tributarias. La columna de soldados entra a mansalva, a tiros y saqueando las casas, para lanzarse enseguida sobre las mujeres, violarlas y, finalmente, prender fuego al lugar.

      Justo diez días después, en respuesta cuatro mil campesinos sitian la estratégica villa de Chilapa y convencen a la población de unírseles, extendiéndose como eco por la sierra hasta Oaxaca.

Bocanegra y el conjunto de quienes hoy y en el siglo XXI reconstruyen la historia del periodo, tienden despreciar estos movimientos. Otros contemporáneos las descalifican pero reconocen que expresan la enorme complejidad del país y sus monstruosos desafíos. Entre ellos Mariano Otero[††].

Muy pronto huérfano de padre, madre y tutor, a los catorce años Otero se hizo empleado público, una de las escasas fuentes de trabajo para la clase media. A los veintitrés publicó su Ensayo, contribuyó luego al nacimiento del juicio de amparo y antes del levantamiento de diciembre pasado fue uno de los responsables de la fallida política exterior de Herrera, que intentó detener el conflicto con los Estados Unidos. Hoy la amargura está a punto de empezar a carcomerlo contemplando la intervención y daría al traste con él en los últimos momentos, en los cuales tendrá un papel destacado, de no ser porque igual que Guillermo Prieto y los demás liberales de su generación se dirá que a México, al tocar fondo, no le queda sino surgir de una buena vez. La guerra será entonces una apretada clase de la cual, con una amarga desesperación, él y sus compañeros sacarán enorme provecho para el futuro.

 



[1][*] Nuestra traducción de poesía irlandesa es muy básica y libre.

[2][†] Los antiguos habitantes volverán en cuanto Taylor controle la región, y San Patricio será hasta el siglo XXI una población dominada por descendientes de la inmigración irlandesa.

 

[3][‡] Sin faltar un servidor en los años 1980, en la serie México Historia de un Pueblo, auspiciada por la SEP.

[4][§] En los documentos no hay referencia al asunto, pero tampoco la hay de una larga serie de efectos que pueden advertirse leyendo entre líneas o por medio de una no muy esforzada imaginación.

[5][**] La fecha de referencia de estos acontecimientos es en realidad el nueve de octubre de 1844, pero en marzo de 1846 se produce efectivamente la gran revuelta campesina e indígena, que continúa con la de dos años antes en Guerrero, Puebla y Oaxaca.

 

[6][††] Para las corrientes dominantes del liberalismo mexicano de los próximos tiempos, Otero es un personaje no siempre afortunado, cuyo actitud durante diversos momentos de la intervención discuten. Para nosotros es invaluable, debido a sus clarividentes trabajos sobre el México de la época.