viernes, 17 de enero de 2020

Buscando a Belarmino Tomás. Dos semifallidos subtítulos


No recuerdo si el texto lo aclara. Tengo por fallidos estos dos subtítulos que a veces citan largamente un pésimo libro hecho con materiales que yo había reunido desde 1976.
Debí recrearlos y darles profundidas y los cuatro meses de que dispuse para redartar me lo impidieron 
El Nalón
De la cuenca minera de la que me dispongo a hablar conozco relativamente poco. Y digo sólo relativamente, pues mis doce meses por allí[14]si bien no fueron dentro de la mina y no incluyeron cuando menos la visitita a un socavón, tienen poco que ver con las de un turista.
Nieto e hijo de quien era y viniendo de la militancia obrera en México, entré por una puerta privilegiada y vi muchas más cosas que las previstas en un extraño a secas.
Pero ciertamente sería un pecado que nuestro relato pareciera andar con familiaridad, de un lado a otro por la veintena de kilómetros en torno a los bajos del río Nalón, hacía el cual se abre el sarpullido de minas de carbón.
No encuentro además la literatura que presuma haber transmitido el ambiente y la existencia de los hombres y mujeres que, a comienzo del siglo XX, pueblan a pasmoso ritmo una comarca hasta hace poco hundida en sí misma, égloga aldea una en pos de otra, mirando hacía el sinuoso curso de la transparentísima corriente, por donde los salmones hacen su afanoso recorrido para desovar.
Me muevo por esos lares, pues, sólo con mi experiencia, las notas que mi madre dejó en un cuaderno de nostalgias, lo que de vez en vez me permiten los relatos de la época y, sobre todo quizás, aquello que está entre líneas en las dichos y los rostros de las tres docenas de hombres y mujeres a quienes entrevisté.
Son éstas las responsables de la morriña con que en 1974 y 1976 me acerco a la pequeña región Aunque no hay en ella sólo dolor. Hay también, y mucho, asombro, admiración y romántica dulzura, a la manera de las películas de Michelangelo Antonioni, Éttore Scola y los numerosos más que recrearon comarcas industriales de los tiempos con los cuales tratamos.
Para fortuna de nuestra historia, la primera estación de mis viajes coincide con la primera de Belarmino y su familia: La Felguera. Ninguna población como ella, en los veinte kilómetros de marras, convoca con tal intensidad el título de valle negro que dio a unos de sus libros Anfolso Camín, escritor y periodista asturiano.
Es así porque al río que arriba se pone a cargar densos restos de hulla, se agrega el tizne arrojado por una enorme metalúrgica que no para las veinticuatro horas. Bajo la insobornable niebla, el rocío y el orballu[15], la animada vegetación de los montes que el Nalón corta en dos; la tierra de los lomos, la pátina de muros y techos, y hasta en un descuido los rostros y las ropas de la gente, recorren por completo los tonos del gris, y en particular los acerados.
Ya se sabe que la generación literaria de la Europa de 1848, dio un giro de ciento ochenta grados al sentido bucólico, para encontrarlo no en el remanso de los paisajes verdes y ondulados, sino en el dramatismo, a buenos trechos trágico, de la roca dura, los abruptos cortes de la tierra, los árboles que simulan quebrarse bajo la pena.
De modo que no debe extrañar el encanto en el cual caerían multitud de simples observadores de mi tipo, al encontrarse con el espectáculo aquél, que se diría sondea los adentros amorosos de los seres y las cosas y por ello se vuelve arrebatador.
Pero en 1903, cuando los Tomás Álvarez se asientan en la hondonada, el romanticismo no debe ser fácil, por muy moderno que se sea, y Belarmino y sus semejantes lo son. Hace muy poco no había medio millar de personas en el caserío, y las viviendas que crecen con el aluvión de recién llegados, se improvisan, no tienen servicios, apretujan a cada familia en un estrecho espacio.
Hay que ingeniárselas para lavar cualquier cosa, empezando por uno o una misma, y pareciera imposible quitar el día con sus resabios –máculas, olores…-No es de arrebol tampoco la estampa de las mujeres acarreando el carbón de deshecho para el hogar, ni la prepotencia de la fábrica monstruo, de muros carcelarios.
A la España, a la Europa toda de la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, claro, resulta imposible imaginar el violento proceso de transformación del campesinado y del ámbito rural, reflejado en La Felguera. No así, en cambio, para un Mexicano que nació en 1947, aunque sea de clases medias, con tal de poner cierta atención[16].
Caos, desorientación, sacrificio, falta de todo, mundo en vilo es lo que hay para quienes son empujados a las zonas industriales. El techo es prestado, primero, y luego tan magro y vacío, que obliga a la familia a apretujarse hasta el extremo, carecer y expandir la casa y el mobiliario por plazos más o menos largo. Se duerme, se cocina, se asea de las pobres maneras que sean, aguardando por el trazado y el asfalto de las calles, sin médico confiable a quien recurrir, ni recreos. La vida es ahorro y más ahorro, futuro que debe asegurarse no importa el precio pagado en presente. Y trabajo y más trabajo, cuerpos sufriendo cuanto haya que sufrir, incluida la pérdida de miembros.
Imagino al abuelo llegando con sus once maduros años acostumbrados a mirar a lo despejado, el Cantábrico a mano desde el primer día, para encontrarse con la hoya esa y el enredo que anuncia apretarse en la abertura de los montes a un lado y otro, rebotando.
Con todo, podría jurar que el espectáculo lo atrapó de inmediato. Por una sencilla razón: el universo de la industria y de los trabajadores asalariados, no se perdían a breves o grandes ratos entre la vida de la ciudad y los muelles, como en Gijón, donde quedaban entreverados con las viviendas, los comercios, las diversiones, el sello dominante de las clases prósperas y medias.
A lo que se asomaba Belarmo no era sino “fábrica” pura, santamente protegida por la cordillera de veredas y nichos a miles. Es decir, un espacio de cobijo y un reto convocando a su conquista. Y he aquí una gran clave de cuanto está por venir en estas páginas.
La cuenca, como su hermana de Mieres, un poco más allá, se ocultan, dan la impresión de no estar, justo a la manera que más gusta a los empresarios y a los políticos de la nueva sociedad: cuanto se devora en los paseos, los bulevares, las residencias urbanas, viene de una especie de nada,
He dicho que seguimos la historia del abuelo a ojos cerrados. En cierta medida miento, reconozco ahora, pues nos guía la memoria de su gente, muerta ya[17]. Y abro de nuevo un paréntesis para recordar que con Belarmino perseguimos asimismo a su generación, comenzando por familiares, compañeros y amigos. Saludémosla un momento en el recuerdo, echando a volar silenciosamente la imaginación. Tercos, Teresa, Cándida, Paz, Luisa, Vigil, Aquilino y los cuatro o cinco mil que habitan la Felguera, andan en derredor a lo espectro, sin que podamos tocarlos al menos de la pobre manera con que lo hacemos con “el monstruo”, y de ese modo se vuelven más sugerentes, abismándonos en el tiempo y en el espacio, para solicitarlos, pidiéndoles perdón por la conspiración del olvido.
Vamos tras ellos, uno a uno y una a una, casi por regla anónimos, desdibujado el rostro, perdiéndosenos detrás de las puertas, las esquinas, el primer giro del camino o la vereda, el bosque que engruesa conforme sube la pendiente, hasta a punto de enloquecernos y parar, taparnos la cara con las manos, llorar por ellos y la interminable colección de más atrás, que somos nosotros mismos cien años después de idos, humo diciéndole a Teresa Panza: cuánta razón tenías: eslabón de la cadena somos, y descumplimos la tarea principal, la de hacer conciencia de transmitirnos.
Mentí en parte, pues, al declarar que íbamos a ciegas preguntando por Belarmo. Y peor sería de aquí en adelante, porque quien nos va diciendo dónde y qué buscar, es él en la veintena de cuartillas mecanografiadas de su autobiografía, de la cual a estas alturas no podemos estar seguros cuanto quedó deliberadamente inconclusa, de modo de obligarnos a volver a estos lugares, si en verdad tenemos valor para rescatar la extraordinaria historia que con la Guerra Civil de 1936 una buena porción del mundo reivindicará, al apurarse a defender a la República.


La mina, el Sindicato, la huelga general
El abuelo va a desarrollar hasta sus extremos lo aprendido durante los años entre Lavandera y Gijón: el manejo de los secretos de la geografía asturiana.
Acostumbrado al transito permanente entre la gran ciudad y las villas y caseríos, tiene un singular olfato para seguir la vereda correcta y ubicarse por los accidentes del terreno. De este manera la habilidad del nuevo pueblo para aparecer y desaparecer a capricho, en él hace su cómplice a los vaivenes del suelo y a la vegetación, cuya lógica profunda nuestro personaje tal vez percibe. Se apropia, pues, de un gran secreto más, que desarrolla la intuición de cuándo entrar y no escena, aún frente a sus iguales, como al tundir al fulano con quien su padre peleaba en el justo año de 1900, cinco antes del que ahora estamos.
Sumémoslo el espíritu resuelto que adquiere en un ambiente hostil y una familia de casi sólo mujeres, a las cuales acostumbra negárseles la oportunidad de mostrar cuán contundentes pueden ser también en esta materia[18], y tenemos al personaje perfecto para encarar el futuro con éxito.
La cereza que corona el pastel es la edad. En la cuenca dominan, de largo, los adultos, que deben hacer un lugar a Belarmino, pues las minas, las fábricas, la euforia del ramo de la construcción, reclaman cuanto brazo esté disponible.
En la albañilería y la mina de yeso, desde muy pequeño ha compartido con los mayores el trabajo, los riesgos y el breve remanso entre ellos, que representan un caudal enorme de experiencia intercambiada: desarraigos, nuevos acentos y giros del lenguaje –castellanos, gallegos, asturianos-; sorpresas a granel, particularidades de oficios de los cuales el conjunto ha probado la variedad; los sistemáticos roces con los capateces, los empresarios, la Guardia Civil...
Sabe escuchar, el mozo y, para variar, sabe mantenerse en espera, descubriendo por dicha vía que al grueso de quienes lo rodean le cuesta entender lo aprendido con cierta tardanza.
Careciendo de contactos con el los cinco o seis miles[19] que para este momento en la provincia se han convertido en socialistas o anarquistas, el abuelo no ve delante de sí a nadie y sin duda elabora a solas en la cabeza, no importa los vagos términos en que de seguro lo hace.
Por lo tanto, está preparado a entregarse de lleno a un buen discurso, en el cual se recojan sus inquietudes, y eso confirma su intolerancia: no hará caso de nada de nadie, a menos que se gane el respeto.
Visto así, el Soberano de Asturias hasta aquí es un ser solitario, cuyas padres y hermanas miran como una tormenta que se fragua. ¿Exagero?
Mientras Paz y Luisa van a dar a las tareas de la escombreras de la Duro Felguera, para seleccionar el carbón de buena cepa que mantenga el fuego de los hornos, y Sandalio se contrata en la Tornillera del Nalón, él descarga voluminosos bultos de cemento y arena llegados en los vagones del ferrocarril; escarba con el pico, palea, pone ladrillos… y no para de pensar ¿y de soñar?
¿En qué puede soñar? Tengo la impresión de que no tiene idea, fuera de la lista de responsabilidades que ha hecho suya: los Tomás Álvarez han de abandona la casucha donde habitan y no cambiarla por una similar cien metros o diez kilómetros adelante o atrás; no más trabajo envilecedor para las hermanas, ni más extenuante batallar de Cándida, consumiéndose a ojos vista aunque halla de sobra fuerza en el nervudo cuerpo -rematado siempre que puede por el cigarro que ella misma lía-; y no más padre soportando gritos y desplantes de los rufianes sin otra gracia que hincarse ante los empresarios para éstos descansar en ellos muy a la forma de los generales en los sargentos y cabos.
Esta hasta aquí mera palabrería, pasa de inmediato a corroborarse en los hechos. Sandalio ha conseguido para el hijo un puesto a su lado en la Tornillera en la cual se esfuerza en hacerse herrero y en meses se rinde. Hay quien interpretando mal a sus informantes, cree ver en el abandono del trabajo de la pareja, una paternal preocupación por la salud del muchacho, expuesto al terrible sofoco de la forja, a doscientos o más grados centígrados.
La idea sólo puede caber en quienes, casi un siglo luego y en los países prósperos, no encuentran en torno suyo trabajos de esta naturaleza, desaparecidos o muy poco usuales en sus industrias. Soportar los calores de un horno rudimentario y antes de la mayoría de edad, resulta para ellos un infierno insoportable. Y si bien ciertamente es infernal la tarea, a eso y más se acostumbran obreros de primera generación, como bien se sabe todavía en los años dos mil en las naciones pobres y ex coloniales[20].
Todo indica que el abandono de la Tornillera por parte de los Tomás representa un momento dramático: mi bisabuelo vuelve a constatar que el manejo de las herramientas y las máquinas lo rebasan, y, apuesto, Belarmo experimenta pena, coraje, y por enésima ocasión, recibe un acicate.
Sobran las formas de ocuparse, y Sandalio va a dar a La Teyerona, llamada con elegancia, y no poca mentira o sorna, “fabrica” de ladrillos refractarios. Se trata de un empleo casi tan despreciado como el de peón de la construcción. De vuelta “el monstruo” lo acompaña, ya próximo a decir “Se acabo”.
Uno de los negreros en turno pasa todas las rayas soportables y una tarde Belarmino, que escucha la repetida retahíla que no baja de idiotas a cuantos se tallan el lomo en el patio, responde al sentido común y lanza un ladrillo sobre el verdadero imbécil. Por desgracia no da el blanco, sin embargo logra el segundo y más importante cometido: que lo echen y quede al fin libre para dirigirse adónde tiene previsto seguramente desde llegar al valle negro: la mina.
¿Sigue las marcas que lo conducen a su destino? No hay tal, ni para él ni para la clase obrera ni para Asturias ni para nada más. La historia personal y social se construye día a día y depende de la interacción de múltiples factores, comenzando por las decisiones de los protagonistas. De no liberase hace muy poco Cuba, la última colonia española; de no producirse la revolución de 1905 en Rusia, la huelga general revolucionaria de 1917, la dictadura de Primo de Rivera en 1923…
Para nuestro hombre el relativo azar viene en la oportunidad de contratarse en el Quinto piso de Carbones Asturianos, y en la expulsión de Manuel Llaneza de la Fabrica de Mieres, casi también simultánea.
Muy cerca de la actual casucha ocupada por los Fernández Álvarez y justo cuando Palacio Valdés publicaba su célebre novela, en la mismísima Aldea perdida nacía Llaneza, quien hoy tiene veintiseis años. El hombre no creció allí, sin embargo, sino en un pueblo de Palencia, y en ello hay asimismo siquiera algo de casualidad. Y es que el lugar gira en torno a un coto minero, cuya miseria y atraso sorprenderían después a otro ilustre socialista asturiano, como parte de la cuenca de Barruelo, en breve de “honrosa historia sindical y política”.
Casi al mismo tiempo que Belarmino llega a La Felguera, Llaneza vuelve a Asturias, si bien no al partido de Langreo, de donde salió y que está profundamente involucrado en el emporio del carbón. Va a Mieres, la segunda zona minera de la región, a una treintena de kilómetros, por más que se contrata no en las tareas de hulla, sino en la Fábrica con el justo apellido Mieres, bajo cuyo dominio está la población.
Danzando de una posada a otra con un grupo de obreros en soltería, topa con quienes, relacionados con el fundador Vigil, hacen propaganda de las nuevas ideas. En particular, con un singularísimo personaje: Juan González, Juanín, discípulo del padre del PSOE, que era “corresponsal de prensa y vendedor de libros y folletos” y en esa calidad andaba de pueblo en pueblo.
El desarrollo del partido en la provincia se ha dado a través de estos mecanismos artesanales, digamos, y de seres del tipo de Juanín. El que más llama la atención es El ciego, que nos conduce directamente a Pablo Iglesias y matiza nuestra afirmación de que todo empieza con aquel Miguel Vigil de la sociedad de resistencia en la escuela de párvulos de Gijón. Pues éste crea la primera agrupación socialista y su Aurora social, luego del mitin de don Pablo en el puerto.
El ciego, Eduardo Varela, representante de empresas editoriales de Vizcaya, que a fines de los mil ochocientos estaba cada vez peor de la vista, recorrió las cuencas mineras con sus libros y sus charlas. Al pasear por allí, se habían formado ya pequeñas agrupaciones en Sama de Langreo y Mieres, en las cuales se apoyaba.
Todo sucedía lenta, penosamente, con acento en el segundo de aquellos consejos, donde en 1905 y con imprescindible apoyo en una base campesina, estaba en pie una Agrupación, un grupo de las Juventudes, cooperativas y un Centro Obrero socialistas, sin faltar su orfeo. Tal actividad convertía a la cuenca del río Caudal en el mayor consumidor de prensa del PSOE en el país y en breve redituaría en el triunfo de candidatos a la concejalía.
Llaneza hace labor en el lugar, hasta su despido y persecución como responsable de la huelga de 1906, que bajo su mando estalla en la empresa para la cual trabaja, propiedad del sector más conservador del empresariado provincial. Huir del lugar se debe tanto a la persecución ordenada por la patronal, como al disgusto de los compañeros, que sienten los envió a un callejón sin salida.
¿Algo de Vigil, de Varela, del Ciego, ronda en el aire por donde el abuelo cruza? Sí, de creer a la relación de hechos de la veintena de multicitadas cuartillas que mecanografió, guiño al futuro para evitar la demasía de nuestros palos de ciego.
Apunta allí que se inscribe en la Agrupación Socialista de Sama, a los catorce años. Hemos de creerle, claro, y no cuesta trabajo pensando en el más o pequeño numero de habitantes del par de poblaciones contiguas, y en el ajetreo entre ambas, en un ambiente cercano al caos de cualquier frontera a lo desconocido[21].
Pareciera imposible no toparse con los centros de activismo de los cuales aquí y allá por fuerza se escucha hablar. Y Belarmino busca, de eso no hay duda. Está atento a la menor señal de promesa de futuro.
Su entrada a Carbones Asturianos, “en el valle de Samuño entre las localidades de Ciaño y La Nueva”[22], significa un cotidiano camino de kilómetros, de ida y vuelta a Sama. Tortura vil, se pensaría, y de vuelta no atinamos del todo, ya que en ese momento profundiza el aprendizaje al cual nos hemos referido.
Se trata de un trayecto en sus dos direcciones cursado en sombras, pues ha de entrar a la mina al amanecer y salir una vez que el sol se marcha. A pesar de la ayuda del río que le sirve de referencia, los sentidos todos del abuelo saben descubrir los pormenores de lo que para nosotros sería un laberinto.
Aún así, el “paseo” representa un buen tute y, en cuanto puede cambia Carbones por el Fondón, una explotación cercana al hogar. La piel sigue curtiéndosele, por el rudo trabajo que al parecer comienza a pasar de la boca de la mina a los pozos[23], y forma parte del extraordinario espectáculo de hombres que hacen justo alarde de rudeza, de espíritu tabernero, gusto por la pendencia, vulgaridad en el habla que revolucionan con términos y giros.
No participa mayor cosa de estos buenos excesos sobre los cuales se cimienta un instintivo y con el tiempo rentable temor del empresariado y el orden público, pero se mueve con comodidad entre ellos, tan presto como el que más a relucir el mal carácter y los puños. No lo hace por el reto impuesto a sí mismo y por la fortuna que le sonríe al llegar al Fondón y lo conduce directamente a las tertulias que Llaneza se apresura a organizar durante el descanso para comer.
Son reuniones informales de una docena de hombres para leer y comentar la Aurora Social, distribuida por la red que creó el Ciego. Para la sorpresa y halago de aquéllos, puntualmente se les el Guaje, que sabe ya no estará solo. En las tertulias, como en la Agrupación y enseguida de otros lados, encuentra hermanos y, en el caso de Llaneza un padre, de quienes por lo obvio nunca no se apartará y cuyos retos lo complacen de extraordinaria manera.
El padre ideológico le dura poco, de momento, pues a los meses se marcha fuera de la provincia primero y, luego, de España, a continuar un entrenamiento gracias al cual concretará el vago proyecto que le ronda la cabeza.
Él no para y a los dieciséis años acude a la asamblea fundacional del Despertar del Minero, sindicato concebido por los anarcosindicalistas de la región, para entonces buenos amigos suyos, que lo atraen por sus métodos de acción directa. No debió permanecer callado en el acto, y al votarse la directiva, queda con el cargo de tesorero.
El salto es gigantesco. Ahora tiene frente a sí retos muy difíciles de definir conforme a sus detalles y su hilazón, y sin embargo, claros, muy claros. Un mundo se le abre, despejando el panorama sobre el que tiene enfrente. A los dieciséis años.
¿Cómo detenerle el vuelo a partir de ese momento, si todo está por hacer, gracias a Dios? En casa, además, se ha convertido en el principal contribuyente al ingreso. Las hermanas lo ven andar continuamente un paso delante de la realidad apreciable a simple vista.
A Belarmino no lo llama la historia para hacer un papel central en el final de la Revolución de 1934, ni a dirigir luego el gobierno de la provincia. Quién duda, a cambio, vistos desde nosotros lo vemos, que en la cuenca de Nalón nada entre el pueblo sucederá sin su participación, mayor o menor.
Nuevamente puedo sentir su presencia, sus pasos, firmes, muy firmes y apresurados, e imaginarle el rostro dibujado a lo simple, cara al viento, orgulloso hasta la soberbia, aseguraría. Su voz, determinante, claro, debe ser desde ahora gruesa, y en sus ojos de marrón vulgar no hay modo, y quizás no lo hubo nunca, de mirar detrás, puesto como está por entero en cuanto hace. ¿Intolerante?, por supuesto.
Y no quiero, lo juro, presentarlo al lector, ni a mí, en plan de hombre fuera de serie. Me importa encontrarlo de algún modo, tocarlo. Lo haría si fuera otro, cualquiera de los que pasan a su lado el día, un domingo pongamos, en el cual lo imagino, sobre una de las contadas calles bien marcadas en el pueblo, todo a medio levantar en derredor, carros jalados por un animal, perros en celebración, en amenaza, en reclamo, el traqueteo del tren al fondo, los montes a lo cerco por los dos costados, el tizne en el viento, el río en perfecto negro, voces que se acercan y se alejan portadas por hombres, mujeres, niños todavía más intangibles que él y sin embargo, como él, a la mano, a la mano.
Quisiera sentarme en una acera o más probablemente sobre un guijarro, a contemplar el momento y quedar a vivir allí para siempre, con el abuelo atravesando y los demás, que se saludan, no se hacen caso, hablan de un tercero por lo bajo, beben, despotrican, arrean, cargan, sudan, lavan la camisa y el vestido, los orean, chillan, vienen enfermando apenas nacieron, y van a morir no al modo de ese único que salta el tiempo, sin siquiera las veinte cuartillas, tarde o temprano inexistentes, con los aromas del cabello hoy recién lavado.
Alto, cometo dos graves errores. El primero es pensar que a esta gente, o a la que sea, le importa el recuerdo del porvenir, si ni siquiera puede vislumbrarlo y con el presente les sobra. El segundo es justo el que presumo evitar, pues sacralizo al abuelo y lo elevo por encima de los otros, cuando lo que acabamos de presenciar en la asamblea del Despertar del Minero significa un enorme paso sí, mas no sólo ni preferentemente del “monstruo”.
Un centenar de hombres se ha reunido; una porción en general distinta lo viene haciendo en la Agrupación Socialista del propio Langreo, y una cierta buena cantidad los imita en Mieres y Turón, sobre el Caudal, y muy posiblemente en tales y cuales puntos de Nalón arriba.
Representan un reducido todo, y no Belamino a solas, cuya gran aspiración es crecer con cuantos pueda, y por lo tanto, construyendo el destino y construyéndose como entidad.
Pensemos un minuto en el trascendental y conmovedor suceso: quienes rompieron con el pasado y andan más sueltos que nadie por la tierra, se juntan en mosaico y ganan un lugar en la sociedad. Un lugar ahora apenas perceptible y no mañana, cuando de entrada alcancen la categoría de sus predecesores, reconocidos aldeanos con quienes se establecían reglas claras, no importa si de terrible inequidad. Y más tarde respetados por el resto de la sociedad, que intentará inútilmente minimizarlos, obligada a sentarlos a su mesa para negociar, conforme comprueban a través de las exultantes noticias repartidas por los émulos de Juanín, llegadas de multitud de puntos de España y del planeta.
No se trata entonces de un abuelo mío, sino de muchos abuelos, bisabuelos y demás, por quien sentir admiración. Si a Belarmino no hay modo de contenerlo, tampoco al resto del centenar que se han declarado sindicato o agrupación o sección anarquista o anarcosindicalista, y que buscan con desesperación la forma de hacerse presentes y avanzar. ¿En cuántos hogares ha de reproducirse el fenómeno observado en nuestro personaje?
Cada vez dispongo de menos tiempo para acercarme a los acontecimientos y seguir al abuelo con cierto detalle, a pesar de que nos encontramos en el periodo que explica el apasionante proceso en el cual se sella la comunión de su desarrollo como persona y como ser público, representando a un entorno día a día más entrañable, suyo.
Dos años después de marcharse, Llaneza regresa de Francia, donde entró en contacto con formas de organización desconocidas para él. Viene con el propósito de crear una de aspiraciones mucho más vastas que el Despertar del del Minero: un sindicato, el SOMA, innovador en un doble sentido, pues abarca a una rama de industria por completo y lo hace a nivel regional.
Con muy poco real en las manos, el hombre no puede hacer sin embargo a un lado, llanamente, al Despertar y lo invita a unificarse. La dirección de aquél discute el ofrecimiento y al resolver rechazarlo, el abuelo queda en franca minoría y advierte a los compañeros que se siente en libertad de asistir a la convocatoria de su primer maestro. ¿Su voto responde a la confianza que le merece Llaneza o al realismo que no opera en los demás, quienes al parecer ponen por delante las diferencias ideológicas con el nuevo sindicato, afiliado a la UGT, la central socialista?
Esta elección de las alternativas en términos prácticos se ajusta al proceder anterior de Belarmino y encuentra enseguida otro horizonte no advertido en principio, pues con el Sindicato de Obreros Mineros de Asturias va también el proyecto de crear una federación nacional del gremio. ¿El abuelo olfatea una rápida carrera?
Tanto como las experiencias en la cuales se apoya y sus propias ideas, a Llaneza el SOMA se lo dictan las cuencas, su crecimiento y su sentido de mundo aparte. Pero una cosa son los buenos propósitos y las buenas herramientas y una muy distinta hacerlos valer. De modo que en 1911, a meses de establecerse, el sindicato tiene sin pendiente a las patronales y resuelve llamar a una “huelga general”.
A uno se le escapa una sonrisa al leer la parte de la autobiografía a medias, en que “el monstruo” relata el hecho, y por ello en 1976-77 me cuido de preguntar por él al par de veteranos que vivieron el momento y encuentro.
Porque Belarmino narra cómo fue con jóvenes camaradas a su cargo, mina por mina con cartuchos de dinamita, para hacerlas inaccesibles y vencer la resistencia de los obreros, poco o nada animados a seguir el llamado que Llaneza ideó con igual desmesura que la de la Fabrica de Mieres. Con desmesura la ideo, y con tino, pues si nada va a obtenerse de ella de inmediato, el Sindicato, puro ciernes, se pone a recorrer la cuenca al modo del fantasma del Manifiesto Comunista.
Los resultados son asombrosos y la media docena de escualidas secciones de 1911, para 1919 afilian al 84,5% de los 34.000 mineros de la región.
En la extraordinaria evolución cuenta, desde luego, el parteaguas del sindicalismo español todo que es la huelga general revolucionaria de 1917, en la cual nuestro protagonista se involucra de lleno. Pero antes debe asistir al que estoy convencido tienen un sentido culminante en su historia.
El abuelo es un hombre en conquista de si mismo, que conquista el alrededor y empieza por el círculo más íntimo. Se ha convertido en padre virtual de su familia de origen, y a los veinte años va en busca de la mujer, siempre única, símbolo de todas.
En el vecino villorrio de Gargantada topa con Severina, una mujer pequeña, fresca, trabajadora, cuyos padres tienen en propiedad modestas aunque buenas tierras y ven con desconfianza a cuantos han caído en tropel sobre la comarca y andan con el cuerpo tiznado, bebiendo y soltando barbaridad y media en el chigre, para enfrascarse en riñas luego y, en resumen, alborotar el antes plácido terruño.
Dándose maña Belarmino consigue ser recibido como uno de los pretendientes de la joven, y con la tozudez ya característica no ceja por más que a ella de entrada le resulte “feísimo”. Para él es la gran prueba: de ganársela confirmará que nada en la vida habrá de cerrarle el camino. Y lo logra, transmitiéndole a Severina la certeza de hallarse ante una personalidad irresistible.
Se casan, tienen el primer hijo y conciben a la segunda cuando a él se le descubre un impensado mundo, con la huelga general revolucionaria de 1917. Con ésta llega la evidencia de una Guerra Mundial que hasta ahí es mero eco; de una España muy vaga, distantemente dibujada y en crisis, y de una clase trabajadora dispuesta a cambiar ni más ni menos que a la sociedad.
El “monstruo” se echa de cabeza en la empresa. Los pormenores de sus escapes a las celadas y de la huída final se convierten en una estupenda oportunidad para verlo en acción, gracias al vivo recuerdo de los testigos.
Al principio lo encontramos en Oviedo, adonde ha tenido que ir en tanto enlace entre el Langreo y el comité provincial[24]:
“Debía acudir a la capital asturiana todos los días para recoger las órdenes y transmitirlas a toda la cuenca minera. A pesar de lo delicado de la misión, porque la Guardia Civil lo seguía de cerca y vigilaba todos sus pasos, no dejó de acudir a Oviedo en una sola fecha…
Uno de esos días, mientras comía Belarmino en el establecimiento hostelero de Angelín Suárez Fierro (…) le advirtió sigilosamente e1 dueño que la policía conocía su presencia en el local y lo estaba esperando a la puerta. Dejó entonces al instante la comida y porcuna pequeña puerta trasera a través de un patio interior salió a la calle de Las Dueñas, en sentido opuesto a la entrada principal donde lo acechaban para interrogarle y registrarle.
Emprendió rápida huida hacia la Tenderina donde le aguardaba la charrete (coche de caballos de dos ruedas y de dos a cuatro asientos) que lo había transportado desde Langreo. Al pasar frente al Teatro Campoamor observó que le seguían dos guardias de seguridad, aceleró los pasos, pero al llegar delante de la estación del Vasco uno de ellos le adelantó e interceptó preguntándole:
-¿Dónde se dirige usted con tanta prisa?
-Voy para mi domicilio, —contestó con aparente calma-.
-¿Y dónde vive Vd.? -le espetó a continuación-. Al decirles entonces Belarmino que vivía en la Tenderina le llamaron embustero y le dijeron que tenía que acompañarlos.
Sintiéndose perdido, ya que era portador de documentos comprometedores, dio un fuerte empujón a uno de los agentes que desprevenido cayó al suelo. Echó entonces a correr a toda velocidad por la calle Jovellanos hacia abajo perseguido por los dos agentes, después de que el caído se levantase ayudado por el otro.
Tuvo la suerte que el mesonero amigo, entretanto, había contactado rápidamente con otro compañero para que avisase al conductor del vehículo, quien estaba listo para arrancar nada más poner Belarmino el pie en el estribo, logrando así escapar por los pelos a todo galope. La brutal represión que se produjo bajo la dirección del general Burguete que se distinguiría castigando la ´zona minera, donde según sus palabras- se han refugiado alimañas, no hombres´, tras el fracaso de la huelga revolucionaria, dio origen a una persecución encarnizada de todos los, más o menos, significados participantes, como era el caso de Belarmino sobre el que pesaba orden de detención, vivo o muerto, ofrecién­dose incluso una recompensa para quienes facilitaran su paradero. De ahí que no durmiera nunca en su propio domicilio y cambiaba constantemente de lugar de reposo, siempre que podía hacerlo.
Una de las veces que pernoctaba en el hogar de un compañero, fue denunciada su presencia a la policía, de modo que a las dos de la madrugada la casa fue rodeada por una veintena de guardias civiles y otros tantos soldados del Batallón del Rey que se encontraban en Asturias con ocasión de la huelga.
Llamaron a la puerta ordenando al dueño que la abriese o la derribaban de forma inmediata. Nada más oírlo, Belarmino se precipita en paños menores hacia la cuadra adjunta comunicada interiormente y se mete en la tenada entre la hierba. Los guardias tras registrar todas las habitaciones minuciosa e infructuosamente y proferir graves amenazas para el propietario por encubrimiento, ya que ellos estaban seguros de la presencia en la casa del prófugo, penetran en la cuadra para continuar la inspección y suben al pajar haciendo un peinado exhaustivo sin éxito alguno.
Entonces el teniente que estaba al mando, ordena prender fuego al heno para terminar la búsqueda de una vez por todas. Cuando ya uno de los guardias se disponía a encender la llama, el resto de mandos sugieren al máximo responsable que sería más adecuado vaciar todo el local para dejarle al descubierto, pues teniendo en cuenta el fuerte viento que aquella noche soplaba podía extenderse el fuego a todo el pueblo ocasionando posibles desgracias a personas inocentes de las andadas del sinvergüenza que buscaban.
Así lo deciden, y mientras bajan a buscar palas de dientes y otros utensilios con qué retirar el forraje, Belarmino, con la rapidez de reflejos que le era característica, se lanza a través del boquerón (en Asturias agujero que se hace en la pared en forma de ventana, para tirar el estiércol del ganado a la huerta) como alma que lleva el diablo corriendo por los sembrados y luego por una plantación de maíz, a tanta velocidad que el ruido que producía entre las panoyas le daba la impresión de ser originado por los caballos de la tropa que sin duda le estaban persiguiendo.
Hasta que después de un tiempo, prácticamente sin aliento, miró hacia atrás, extrañado de que no le hubiesen alcanzado y vio que nadie le seguía. Ciertamente no se habían percatado de su huida.
Pero seguía pensando que, si bien esta vez tuvo la enorme suerte de salir indemne, con certeza no podía continuar residiendo en la localidad, por los continuos acosos, cambios de escondite, interrogatorios a su familia... Supo entonces que tenía que marcharse, y que aunque probablemente no iba a resultarle fácil encontrar en el mundo aquél otra tierra donde vivir, con absoluta certeza no hallaría otra vida si perdía la que tenía.
Por eso, a pesar de su pequeño hijo, de su querida compañera Severina nuevamente embarazada, decide marcharse, no le quedaba otra solución. ¿Y a dónde ir?, ...a donde iba a ser, ¡a Lavandera!
(…)
En su lugar de nacimiento tenía parientes leales que lo ayudarían sin vacilar a burlar el cerco de la acción de la justicia (acción policial y militar más bien), que tan asfixiante le estaba resultando. Eso como primer paso por lo perentorio de las circunstancias, pues sus planes incluían sitios más lejanos, fuera de la provincia.
Pero salir de Langreo era muy difícil, la Guardia Civil tenía muy vigilados las carreteras, caminos y pueblos; además a Belarmino lo conocía todo el mundo. ¿Qué podía hacer?, como dice el refrán: A grandes males, grandes remedios; la imaginación trabaja duro en situaciones apuradas y Belarmino acostumbraba a escaparse de las mismas como una anguila entre las manos de su captor. Así, observando durante varios días un coche de caballos que pasaba por Gargantada, realizando transporte de pescado desde Gijón a Sama y efectuando el regreso al puerto marinero con los cestos vacíos, se le ocurrió la idea de viajar escondido debajo de ellos hasta las proximidades de Lavandera, justo en el límite de la parroquia donde pasa la carretera carbonera en su discurrir hacia la costa.
El dueño del carruaje era de sobra conocido e incluso relativamente amigo de la nueva familia Tomás, además de su proveedor habitual, pero espantado, se opuso tajantemente a las intenciones del viaje por el riesgo que suponían los continuos registros a que era sometido por la Guardia Civil, que le paraba durante su recorrido cada dos por tres.
Finalmente, tras muchos intentos, comprendiendo la desesperada situación de Belarmino aceptó a transportarlo y colocándole todos los cestos encima de sucuerpo, en una situación incomodísima y respirando con dificultad, comenzaron el camino hacia Gijón.
Claro que al mismo tiempo, solamente vaciando la totalidad de los contenedores de mimbre podía ser descubierto, algo realmente posible, pero no tan probable dado el pestilente olor a pescado putrefacto que despedían los cestos antes de ser lavados en origen, lo que solía disuadir a los inspectores de realizar una labormuy exhaustiva.
Con mil temores en el cuerpo, cada uno con los suyos propios, descienden el alto de la Gargantada por su vera norte y al llegar a Bendición, nada más traspasar límites del concejo de Siero, son interceptados por guardias civiles que les ordenan detenerse y a ojear minuciosamente el carruaje levantando algunas cestas con los cañones de los fusiles.
Afortunadamente para los dos viajeros no descubren sospechoso y, después de haber estado conteniendo la respiración durante todo el angustioso rato, se le continuar la marcha.
Todavía no se habían repuesto del susto, cuando al llegar a Noreña sufren una nueva detención, en la que otra vez la fortuna les acompaña y pueden seguir al no ser localizado el tapado.
No obstante los temores iban en aumento, por la terrible posibilidad de una tercera y definitiva retención por parte de los numerosos militares que hacían vigilancia en la carretera acabase con los dos en la cárcel, así que al llegar al Alto deja Madera aún sin entrar en el término municipal gijonés, el polizón indica al conductor que se detenga, salta del carro con todo el perfumado cuerpo entumecido y tras despedirse con agradecimiento de su amigo, continúa el camino a pie a través de los montículos.
¿ Pasa por San Martín de Huerces, lugar de nacimiento de su abuela Teresa (…) Es recibido con toda cordialidad por sus familiares, que lo animan y tranquilizan respecto a una hipotética detención por la Guardia Civil, porque su presencia siempre es detectada antes de acercarse al pueblo y se ponen sobre aviso unos a otros.
Pasa unos cuantos días descansando, consiguiendo una cierta relajación que tanto necesitaba, pero además de no querer seguir comprometiendo a esta gente entrañable para él, ya que a pesar de las seguridades recibidas consideraba que con el tiempo acabarían descubriéndole, y como sobre todo su intención última se encaminaba hacia las cuencas mineras de Teruel, donde tenía conocidos de los que esperaba ayuda para encontrar trabajo, decide trasladarse a Gijón para preparar la documentación necesaria, que sólo en la ciudad podía obtener, y conseguir los billetes de tren para el viaje.
Logra entrar sin dificultad al centro urbano, paseando por las calles sin destino determinado, pero observando con detenimiento al pasar, los letreros y aspectos de las pensiones antes de decidirse a solicitar alojamiento en alguna, considerando varias cuestiones: que no fuese muy cara, que ofreciese seguridad, que no fuese un cuchitril...
La casualidad hace que se tropiece con un conocido, Perfecto Antuña, que también era perseguido como tan­ tos otros, y ambos deciden hospedarse finalmente en una fonda de la callejCarreño, dándose ánimos mutua­mente y con cierto alivio por tener alguien para intercambiar opiniones sobre el modo de realizar la última parte de la huida.
En la misma casa se alojaba por vacaciones veraniegas, una señora langreana vecina suya y además hermana de un capitán del Regimiento del Príncipe de guarnición en Gijón. Por eso se sobresaltaron al verla entrar poco después en el comedor de la pensión, donde se encontraban charlando tranquilamente los dos fugitivos pensando que podía delatarlos; pero ella disipó sus temores rápidamente e incluso se ofreció a ayudarlos hablando con su hermano, sin mencionar sus nombres por supuesto, por si podía hacer algo por su situación.
Belarmino y Perfecto bastante ilusionados, quizá sin otro fundamento que la de agarrarse a un clavo ardiendo, aguardaron esperanzados las gestiones de la buena mujer; pero su hermano, como oficial de una tropa que entonces cumplía estrictas medidas represoras, a parte que poco o nada podía solventar, se negó en redondo a realizar gestión alguna por no salir comprometido.
Tras la desilusión sufrida, quedaron bastante perplejos, sin saber qué hacer, ya que empezaron a conocer que en Gijón se encontraban muchos policías y guardias de Sama y La Felguera que vestían traje de paisano, para poder detener con mayor facilidad a los huidos de la cuenca minera. Por tanto corrían grave peligro por el solo hecho de transitar por las calles.
Mas después de un tiempo, también se fueron percatando de algo que sin duda no era nuevo para ellos: que con dinero se allanan casi todos los caminos: Supieron de una señora que tenía un amigo, que era amigo de otro amigo... que conocía a un suboficial del Ayuntamiento, el cual podía conseguir dos cédulas personales, con nombres falsos, al precio de cincuenta pesetas cada una, para los dos compañeros de fatigas. Así que, dicho y hecho.
Dos días después de conseguir los documentos y con los billetes en el bolsillo, están listos para tomar el tren correo de Madrid con intención de dirigirse mediante el necesario transbordo a Zaragoza, y una vez en la capital mañica continuar a la zona minera turolense de Utrillas donde trabajaban muchos asturianos conocidos y un tío de Perfecto estaba empleado como vigilante general. Se dirigen a la estación del Norte, en Gijón, dispuestos a tomar el ferrocarril que diariamente une Asturias con la capital estatal y nada más acceder al recinto se encaran con un guardia civil de La Felguera vestido de paisano, al que llamaban popularmente con el apodo de El Barbas, que por supuesto conocía perfectamente a Belarmino Tomás al que deseaba prender con verdadera fruición. Pero éste con nervios de acero bien templado, siguió como si tal cosa pasando por su lado sin detenerse y subió al tren.
¿Qué había pasado? ¿Cómo es posible que el guardia no le arrestase?, quizá que el sindicalista se había afei­tado el bigote, puesto gafas oscuras, no mostraba un ápice de aprehensión ni titubeos, caminaba con fir­meza. El caso es que probablemente al guardia le entraron dudas sobre la identidad del prófugo y no se atrevió a actuar.
Después de tan mayúsculo susto, se sitúan en uno de los vagones lo más retirados posible, para no llamar la atención en ningún momento y allí permanecen hasta llegar a Puente los Fierros, a partir de cuya estación ini­cia el ferrocarril la ascensión y travesía del Puerto de Pajares. Cuando el tren comienza reanudar la marcha, tras la parada correspondiente, sintiéndose ya seguros se asoman a la ventanilla con la idea de contemplar la grandiosidad del paisaje, y un nuevo sobresalto les vuelve a acontecer al comenzar el lento aumento de la velocidad de la locomotora. Entre los soldados de servicio en las estaciones, había muchos mineros jóvenes movilizados con ocasión de la huelga general, y en aquella estaba uno que le conoció de inmediato y le gritó:
-¿Dónde vas Belarmino?
La retirada de la ventanilla fue inmediata, tal que hubieran conectado un interruptor que pusiera en funcionamiento algún resorte que los lanzó de nuevo a asientos, donde permanecen sin rechistar hasta Busdongo, ya en la provincia de León.
Un gran revuelo y movimiento de fuerzas les aguardaba en la primera estación fuera del territorio asturiano. En cuanto para la máquina todo el convoy es rodeado y los militares suben al tren revisando los coches uno a uno, pidiendo documentación y registrando a los viajeros. El primer pensamiento fue creer que los buscaban a ellos, puesto que tras las voces del soldado en Fierros, supusieron que telefónica o telegráficamente se habían cursado instrucciones para su detención, pero al preguntar a uno de los revisores por los motivos de toda aquella algarabía, fueron informados que aquella misma mañana habían matado a un sargento del Regimiento de Ingenieros que estaba supliendo a los trabajadores en huelga y los militares estaban terriblemente nerviosos ante la posibilidad de nuevos atentados.
El cacheo se realizaba de forma minuciosa y Belarmino empezaba a sentirse muy preocupado porque tenía en un bolsillo una pistola, marca Star, que consideraba preciosa y que por nada ni nadie estuvo hasta entonces dispuesto a desprenderse de ella. Pasaban los momentos cada vez más angustiosos, hasta que le llegó el turno de registro y el soldado correspondiente le preguntó si tenía algún arma. Entonces su mente, en blanco durante todo este rato, tiene una de esas rápidas reacciones in extremis y hace que saque con toda tranquilidad la pistola de su cintura diciéndole, con todo el riesgo que suponía: ´mira, llevo esta pistola, que es muy buena, pero no se lo digas al teniente porque se quedará con ella, lo mejor que puedes hacer es guardarla para ti y no lo lamentarás´. Tras la primera expresión de perplejidad, el militar la miró disimuladamente y se la guardó en el bolsillo del pantalón sin decir ni pío, cosa que los salvó de ir a hacer compañía a la gran cantidad de detenidos que se agolpaban en la sala de espera de la estación.
Bueno, mejor no tratar de explicar cómo les quedó el cuerpo tras este último suceso. Continúan viaje cambiando de tren sin novedad alguna hasta Miranda de Ebro. Aquí suben a su compartimento, una pareja de la Guardia Civil y una mujer casada con uno de los esquiroles ferroviarios del movimiento huelguístico; la buena señora se desata en improperios todo el tiempo contra los socialistas, culpándolos de la situación creada y afirmando que lo mejor sería fusilarlos a todos para terminar con esa semilla carroñera y poder vivir en paz. Ganas de intervenir no les faltaron a nuestros amigos, pero aguantaron estoicamente todo el trayecto hasta Zaragoza, sin rechistar una sola palabra.
Después del largo y accidentado viaje, llegan por fin a la capital de Aragón a las doce de la noche. Ciudad desconocida enorme a sus ojos provincianos, Zaragoza tenía 141.350^ habitantes (censo de 1920) algo realmente descomunal comparado con todo lo que habían visto hasta ese momento. Van dispuestos, además, a no preguntar dónde alojarse por miedo a despertar sospechas. Con esta disposición de ánimo salen de la estación limitándose a seguir al grueso de gente que igualmente se había apeado allí, hasta terminar en lo que les pareció una gran explanada y que realmente se trataba de la calle del Coso, límite del corazón de la vieja ciudad por un lado, junto con el curso del Ebro por el otro (…)
En la plaza se fijan en un letrero luminoso anunciador del hotel Europa, pero este descubrimiento nada podía resolverles puesto que el capital de ambos rondaba las doscientas pesetas y no tenían más remedio que economizar gastos si querían terminar en el destino previsto.
Se adentran por las callejuelas también de origen árabe, de este viejo núcleo, con la esperanza de encontrar alguna pensión más asequible a su presupuesto, pero al cabo de diez escasos minutos son abordados por tres hombres que les exigen su identidad y dirección. No hacía falta mucha imaginación para saber de quiénes se trataba, pero Belarmino astuto como siempre les devuelve la pregunta por principio:
-¿Y quienes son ustedes para plantearnos estas cuestiones?
-Soy inspector de policía, -contesta uno de ellos, mostrándoles su placa- y estos dos señores son agentes a mis órdenes.
Entonces no les cabe más remedio que enseñar las cédulas identificativas, obtenidas en la Casa Consistorial gijonesa, que tras ser examinadas por el mando de aquella ronda nocturna les advierte que la documentación no tiene valor alguno en aquella ciudad y si no tienen otra mejor, serán detenidos irremisiblemente. Su compañero, Perfecto Antuña, empezó a temblar de forma manifiesta, hasta el punto de tener que ser animado por uno de los agentes; pero Belarmino con su aspecto de hombre serio, bondadoso y sincero, aparte de alto,-moreno, de cara larga, que no perdía la calma en ningún momento, encontró argumentos necesarios para impresionar al inspector. Aseguró sentirse realmente defraudado por la poca seriedad de sus colegas asturianos, ya que en el lugar de partida les aseguraron que la que portaban, era suficiente acreditación para un viaje de placer como el suyo, puesto que venían a disfrutar de las fiestas del Pilar, que él les rogaba que telegrafiasen a Gijón para realizar las pertinentes averiguaciones antes de detenerles, etc... En definitiva, no solamente les impresionó, sino que además, cuando ya tenían permiso para marcharse, se permitió la licencia de requerir ayuda a policías para localizar alguna fonda, no muy cara y de toda confianza.”
El abuelo inicia así la estancia en las minas de Teruel, que se prolongará hasta 1918.
Nunca nada será fácil
No parar, no parar, es la consigna que Belarmino se da a sí mismo y seguramente no como cuota de sacrificio sino agradeciendo la oportunidad. Lo suyo, lo de cualquier militante obrero de los tiempos, es la acción.
La huelga general revolucionaria y el exilio a Zaragoza le trajeron la rapidez de movimiento y de ideas que parece querer o necesitar. El impulso no debe desperdiciarse a su regreso a Asturias, y en cuanto baja del tren hila reunión y asamblea una tras otra, de modo de que la anterior sirva a la actual y ésta a la siguiente, con la mente y los sentidos cada vez más despiertos, buscando caminos en la imaginación.
Buscándolos según ésta sea capaz de extenderse, dentro de los límites que el conocimiento y las reglas aprendidas permitan en la confrontación con la realidad, a un tiempo estimulante y castradora, pues unas veces descubre ricos filones inapreciados hasta entonces, y otras, terca, insobornable, desesperante, obliga a desechar lo que parece correcto.
Así el abuelo, al modo de Llaneza y el resto de los dirigentes del sindicato y del partido socialista en ese universo de treinta kilómetros, continúa separándose del compañero a quien la dura jornada diaria no deja tiempo sino para reparar en lo que tiene frente a sí. Y con justicia o no, se asume representante, hermano mayor, padre, que debe velar y decidir por los suyos, en ocasiones sin consultarlos ni saber bien a bien si lo aprueban y hace lo correcto.
No hay modo de precisar cuánto el hombre ha escuchado lo que en cualquier organización de la izquierda contemporánea, en mayor o menor grado y con distinto acento, resulta una máxima: las direcciones constituyen la “vanguardia del proletariado”. No para de nutrirse de éste en las asambleas, los congresos, las charlas informales, celebradas a montones en los meses siguientes a junio de 1918, pero él y la pequeña partida de gente a su alrededor son quienes indican el rumbo y las actividades a realizar, que en febrero de 1919 culminan en la Semana Roja.
Con sus mítines, el aniversario de la huelga general del 17 literalmente se celebra, aprovechando el fresco recuerdo para seleccionar lo mejor de ella y expandir el radio de influencia socialista. No importa, siquiera de momento, si en ella hubo errores y la industria del carbón no se repone de los efectos, afectando los ingresos y el empleo.
Crecientemente el hoy queda supeditado al mañana que siempre con mayor claridad se otea, y en paralelo se reivindica a través de la nueva presencia de la clase en las demostraciones públicas que las empresas, los ayuntamientos, la guardia civil tragan muy a su pesar.
Desde luego y a la manera de todos los esfuerzos que se emprenden, se trata de un instante, ahora entre la reducción de la demanda de huya al cabo de la primera Guerra Mundial, que amenaza dar al traste con los avances en la auténtica guerra en curso entre fuerzas desiguales, a la cual el enemigo suma el reimpulso de los “sindicatos católicos”, patronales, que apoyados por la Iglesia regional apelan al más antiguo y fino sistema de control.
Cada trinchera conquistada está en riesgo y exige nuevos esfuerzos. Y es justo aquí cuando percibimos la singularidad del “monstruo” en el proyecto en construcción. Es hora de discutir la nueva dirección del SOMA, y el congreso se declara por él, reconocido como el “duro” de la organización. Ocho meses después el sindicato se alza con un enorme triunfo: el reconocimiento de la jornada de siete horas en el interior de las minas, con o sin crisis.
Menudo logro que si bien y por supuesto, está lejos de deberse solo a él y antes que nada viene de la constancia en la lucha, debe hinchar el pecho de nuestro personaje. Cabe preguntarse, sin embargo, hasta qué grado, llegado este punto, Belarmino distingue los logros personales de los sociales.
La cuestión no es secundaria. Va en ella una de las inquietudes de fondo en el apretado intento de reconstrucción que hacemos: ¿cuánto el abuelo se reconoce producto de sí, y cuánto, de sus semejantes?; ¿en su interior son ellos o el quién va por delante? ¿Hago una pregunta estúpida, pues en casos de su tipo el crecimiento propio es inseparable del de sus iguales? Creo que la pregunta tiene sentido, y lo probarán los treinta y un años que le restan al “monstruo.
Recién ganadas las siete horas, los mineros de Turón van a la huelga. El comité ejecutivo del sindicato, al mando del “duro” y siempre bajo el liderazgo moral de Llaneza, trata infructuosamente de detenerla. La situación se repetirá con una significativa constancia: las conquistas generales representan bastiones ganados, sin marcha atrás, pero no por ello desaparecen las brutales condiciones de los pozos, que en tal y cual momento, aquí y allá, se recrudecen.
Los dos dirigentes marchan a Madrid a mediar con el gobierno, iniciando una práctica regular durante la década de los veinte. Para Belarmino desde el 17 el mundo no se limita ya a sus alrededores cercanos ni a las dos cuencas mineras de su provincia, indisolublemente ligadas, y apunta más lejos, hacia España en su conjunto, si bien ésta en gran medida sigue siendo un fantasma, una abstracción a la cual sólo podrá darle forma conforme la conozca y aprenda a interiorizarla o idealizarla.
Y aquí de nuevo un obligado paréntesis contra los lugares comunes. La patria nación, se dice con frescura, como si ésta fuera entidad natural y no un invento de relativo reciente cuño. Él conoce de la suya lo poco que le permitió la huelga general, en lo visto con propios ojos y lo escuchado de otros: personas, manifiestos, diarios. Con los viajes a Madrid ahora España se le concreta mejor.
Progresan en la negociación, cuando la terca realidad les advierte de andar con cuidado, pues antes que nada está su zona minera. Lo hace al producirse un segundo y más difícil conflicto, el de Moreda, en Aller, lanzado por el Sindicato Católico o “los amarillos”, según se los llama. Éstos abandona la gente, el SOMA se hace cargo y un domingo sobreviene una tragedia que recuerda un testigo presencial, entonces un niño jugando al futbol con sus amigos sobre “la carretera, frente al cuartel de la Guardia Civil”
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Es domingo, los amarillos al paso amenazan a los trabajadores sino vuelven a sus labores. Uno de aquéllos cae herido de muerte por un disparo, la Guardia Civil interviene y al terminar la jornada hay diez cadáveres más, todos, de huelguistas.
Prosperan los reclamos de Llaneza y los suyos ante las más altas autoridades y en abril del 21, cuando se pensaría que la dirección del Sindicato Minero está de sobra consolidada, la persistencia de la crisis del carbón, la soberbia patronal y la dinámica interna de la clase y de sus organizaciones, parecen cimbrar lo hecho.
Pero al hacerlo no hacen sino confirmar que el avance es substancial y que si el futuro puede presentar alternativas diversas, ni hoy ni mañana habrá marcha atrás. Nos detenemos en el momento porque ilustra bien esta afirmación.
Los empresarios anuncian una rebaja de salarios y el congreso del Sindicato Minero concentra la atención en el tema. De la asamblea, impulsada quizás por los miembros del Partido Comunista creado hace poco, sale la propuesta de una huelga general. Llaneza, hablando a nombre de la directiva, argumenta en contra con beligerancia, y por primera ocasión sus palabras salen sobrando.
Belarmino y el comité en pleno renuncian. ¿Están fuera de control por lo que interpretan como un acto de desconfianza hacia sus personas; pagados de sí creen que con el gesto convencerán a los delegados de desdecirse; o a lo llano se desconciertan y sienten en riesgo?
Un poco de todo ha de haber, según el caso, y aunque no tenemos idea del de Belarmino, lo que viene habla indirecta y elocuentemente por él mismo.
El congreso no sabe qué hacer y resuelve llevar la propuesta de huelga a votación de la totalidad de los agremiados. ¿Por qué hay una pobre respuesta de éstos? ¿No quieren tomar parte en una decisión que confronta internamente al sindicato o les tiene sin cuidado el asunto, a ellos, que son los involucrados de manera directa?
La respuesta está tal vez en el aval a la postura del comité, del escaso número de electores. Nueva preguntar, entonces: ¿los delegados andan por lados distintos a los de sus bases?
Luego se afirmará que los comunistas son culpables de un brete que de otra forma no se había presentado. ¿La mayoría del congreso los ha seguido por la inercia a favor de las decisiones radicales, o por convencimiento? ¿La discusión se presenta como un tú a tú entre socialistas y PC? De ser así, ¿los miembros de la Segunda Internacional se han apresurado a atacar?
Tal vez la consulta no se planteó de la mejor manera, considerando el descontento por las reducciones salariales, pues en una segunda a la que citan los delegados, esta sí con amplia participación, el voto es a favor de la huelga.
Vimos que ya antes el abuelo ha obrado en contra de la opinión de los más. En esas oportunidades bien podía justificárselo, tomando en cuenta la necesidad de empujar la organización. En este julio de 21 la cosa no parece clara, cuando él y el conjunto del comité, sin duda guiados por Llaneza, maniobran para desconocer el resultado del referéndum.
Ahora se requiere de un congreso extraordinario, solemnizado con la asistencia del diputado socialista de la provincia. El climax llega al someter a juicio la conducta de la dirección sindical: 2,988 frente a 4,782… en contra. Nuevas elecciones generales y nueva derrota.
Así Belarmino deja la presidencia antes del término natural, y enseguida surge un proyecto que puede desplazar al que viene ayudando a levantar hace más de una década: unificar al SOMA y al Sindicato Único de Mineros, de filiación anarcosindicalista, en el cual trabajan también los comunistas.
Meses muy intensos llegan de vuelta para el “monstruo”, quien de ese modo continúa su acucioso aprendizaje de los hombres y de la geografía, recorriendo de arriba a abajo las dos cuencas. Él y sus amigos llevan prisa, ya que saben que la fusión en un solo sindicato es empujada también a toda marcha. Las condiciones son tales, que podría apostarse no habrá reconciliación posible entre los próximos triunfadores y derrotados.
Yerran las corrientes a favor de la unidad, precipitándola, y la de Llaneza, Belarmino y demás termina saliéndose con la suya, por libre decisión de las secciones: el SOMA sigue siendo el SOMA sin más, y de ese modo continuará hasta el fin de la Guerra Civil y mucho después.
¿La salida es correcta? A primera vista tiene la virtud de no distraer la fórmula que en la práctica ha demostrado resultar justa en esencia. De la objeción, ni hablar: entre “todos” y la “mayoría”… en particular si los menos han probado sus asimismo justas causas y pertenecen, siquiera en buena medida, a la misma Confederación Nacional de Trabajadores que es dominante en Gijón, el otro polo industrial de Asturias.
Reflexiones tontas, éstas, que olvidan que la clase obrera y las ideas que nacen en derredor son, a no dudar y por fortuna, cualquier cosa excepto homogéneas, y que la experiencia de revolución rusa demanda revisar a fondo un socialismo diverso según países, a ratos peligrosamente acomodaticio y funcional para las democracias parlamentarias, y a ratos, empieza a comprenderse justo cuando se erigir por primer vez en poder, peligrosamente tentador para los manejos ultra despóticos.
Para el de la Asturias minera todo torna a la normalidad con el pronto regreso de Llaneza a la secretaría general y de Belarmino a la presidencia del sindicato, del cual depende la vida de las agrupaciones.

De que la revolución es cosa muy larga y va de acto en acto

Subtítulo III de Buscando a Belarmino Tomás
Cada región asturiana tiene sus particularidades y la que Sandalio ha escogido al acercarse a Gijón es y no la que Clarín, el estupendo novelista del siglo, recrea cerca de allí: “tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada”, con numerosas “cicatrices hechas a patadas”, por siglos de seres humanos y animales, al pie de vegas de maíz desde cuyas altas cañas en tiempo de madurar las “hojas, lanzas flexibles, se columpian sobre el tallo”; castaños, manzanos, macizos de “álamos, abedules y cónicos húmeros”, por un salpicar de arroyos. Y la omnipresencia del mar.
La idea de mundos rurales tradicionalmente inmóviles no es nunca cierta, ni siquiera en esta provincia. Y la mejor prueba está en el propio Sandalio, cuyo poco común apellido no es casual, pues un antepasado suyo nació no en la provincia ni en ninguna otra de España, sino en Portugal.
Da la impresión, pues, de que los habitantes del campo en el pasado no permanecieron necesariamente fijos a la tierra si no eran sus propietarios. Pero el quid a fines del siglo XIX en Asturias está en la inquietud que introduce la industrialización, vértigo que subvierte cuanto toca.
Armando Palacio Valdés ha advertido ya el efecto de una fábrica, por pequeña y aislada que esté. En su Aldea perdida, sólo por el contacto con aquélla, Rosina, la moza “sencilla, un poco de égloga a fuerza de timidez”, en la década de 1870s había roto el destino de labriega asegurado por generaciones de antepasados, para terminar convirtiéndose en prostituta de la ciudad.
En el ancestral universo secreto del pueblo y dentro de la revolución que para 1890 está en curso, van nuevos modos de pensar, lenguajes, actitudes, geografías que el poder político y económico no descifra y que a veces no advierte siquiera. Es ese universo el que da sentido al “monstruo”, quien se moverá por sus vericuetos como muy pocos.
Si su madre, Cándida, y su abuela Teresa conocen de tiempo el trasiego de los sin tierra entre Lavandera y Gijón, sobre todo, pero también hacia Oviedo, en el costado contrario, donde la mayor iba por los expósitos del orfanato a quienes dar su leche; si Sandalio lo aprende al unirse a las dos mujeres, Belarmino nacerá con él y lo conducirá de una forma de resistencia o liberación, a un instrumento de conquista.
Pero esto no se entiende sin acercarse antes a otra esencial parte de la historia que perseguimos.
Hay cosas un poco fuera de lugar en el par de mujeres de Lavandera. Como que Teresa no volviera a hacerse de un hombre enviudando a los tres años de casar, o que la hija siga soltera a los veintitrés. La razón es la falta de tierra, por magra que sea, para atraer a una pareja, y que quizás vuelve remilgosos a los vecinos en el trato con ellas.
No hay modo de conocer cómo resolvieron juntarse Cándida y Sandalio. Tal vez fue el saltar de la mirada en uno o en ambos, o hasta un intempestivo encuentro entre la hierba, como parte de una pasión de la cual no tenemos la menor idea en estas tierras y estas épocas. Y este es otro de los pequeños y grandes actos con los cuales los Tomás Álvarez se suman a la revolución que empezará a dar frutos en los 1930s.
Con el aluvión de forasteros pasando frente ellas, el par de mujeres resuelve hacerse de huéspedes rentando un espacio de la casa, como una buena manera de incrementar los ingresos y voltear hacia el pasado con un suspiro de alivio.
Y eso se debe en mucho y de vuelta, al modesto e insustituible revolucionario papel en el cual sigue invistiéndose Sandalio. Pues se instala en un hogar donde hace mucho falta el hombre, y contagia a su nueva familia, a quien no importa si de momento no hay boda, ni si cuando Belarmino nace el padre obvia su asistencia a la parroquia a presentarlo.
El campesino y la campesina tradicionales honran fielmente tales formalidades ordenadas por la santa Iglesia y, al decir de las sotanas, por Dios mismo. Los tres de la pobretona casa de huéspedes comienzan a saltarse las trancas y en su conducta va un código de reciente recreación: el respeto a las órdenes sólo para no ser hostigado.
Como sea, poco después Sandalio encuentra una oportunidad única: contratarse para la construcción del nuevo muelle de Gijón. Es curioso: no se decidió a hacerse minero, pero ahora está dispuesto a vestir el primitivo traje de buzo con el cual los peones asentarán los pilotes en el lomo del mar. ¿Por qué?
Como se ve, vamos misterios tras misterio. En la búsqueda de nuestro personaje y el entorno, la mayoría de las veces creemos asir algo y se nos escapa. Se trata de virtudes y ventajas del pueblo oculto, surgiendo desde las sombras exclusivamente si necesita, para mejor tomar de sorpresa a sus enemigos.
Pueblo sombra, pues, tanto más cazador furtivo cuanto más se lo cree incapaz de algo distinto a tenderse en el prado pensando en la inmortalidad del cangrejo.
De la capacidad de hacerse fantasma Belarmino se apropia apenas nace, hasta convertirse en uno de los grandes expertos de su provincia en el tema. Miles de días hace el viaje entre su pueblo y Gijón, y miles también recorre el puerto al modo de esa forma de simple paisaje que las probas familias ven en las de pescadores, alarifes, asalariados de las fábricas.
Entonces una tarde en Lavandera Sandalio se hace de palabras con un peón de las vías del ferrocarril, ambos se lían a golpes y el progenitor de Belarmo lleva las de perder hasta que el otro va a dar a tierra repentinamente. Al caer queda a la vista el futuro “monstruo" con la más grande piedra que le permiten coger sus nueve o diez años de edad, con la cual tundió al insolente. Y es que el guaje tiene ya más que aprendido el arte de la transfiguración.
Esta es de las contadas estampas que se conservan del Belarmino niño y es muy significativa. Por eso quedó grabada en quienes la presenciaron y difundieron una y otra vez, hasta hacerla pasar de generación. Es significativa por varias razones: muestra el rápido crecimiento de los niños del nuevo pueblo que se creaba en la época; de su acostumbramiento a la acción y a la violencia, y del espacio que en nuestro personaje adquiría en la familia y en la sociedad.
No había nada idílico en el surgimiento del proletariado asturiano, de España y del mundo entero. Los periódicos de Gijón en los tiempos transmiten una dura, con frecuencia desgarrada existencia de las clases populares, que podemos simbolizar en una nota aparecida en el diario el Noroeste. Se da noticia allí de la nueva aparición de un recién nacido en una improvisad cuna, bogando hacia la muerte sobre el río Piles.
Nada semejante se veía en el pasado, pero el diario no se asombra por ello y sólo saca partido del hecho como hace con muchos de los cotidianos eventos que sus lectores buscan cada mañana: cadáveres hallados en una oscura callejuela, grescas multitudinarias o de uno a uno, en las cuales salen a relucir cuchillos y objetos contundentes; obreros u obreras que fueron llevados de urgencia al hospital, para aquí y allá perder un dedo, un mano, un brazo, una pierna, un ojo, a manos de las máquinas y sus ritmos que no perdonan, y por la impericia de ellos mismos al aprender el oficio sobre la marcha, sin más capacitación que la que generosamente les dan los de mayor antigüedad en la fábrica o en las obras en construcción.
Esta dramática imagen se matiza mucho, sin embargo, con la intimidad de ese mundo popular recogida en el libro de recuerdos de Manuel Vigil Montoto, padre del socialismo provincial.
Vigil es un hombre de peculiar inteligencia e ingenio, y en él los años de la infancia en los barrios de los de abajo están atravesados por una sonriente picaresca.
Ha nacido unos veinte años antes que Belarmino, cuando la madre era sirvienta y el padre carretonero, “linaje modesto, pero honroso”, Eso permitíó al niño acudir a la escuela, que no fue una sino tres, por las mudanzas obligadas al no tener techo propio la familia, o por la negligencia o los malos hábitos de los maestros.
En una de ellas, cuenta Vigil, el titular de la clase, que no se sabe cuánto de instructor y cuando de domador tenía, asistía a veces “algo más que alegre y se excedía en los tratos con los alumnos“. Manuel y unos cuantos decidieron entonces constituirse en algo tan sin precedente como las peripecias de Sandalio al salir de Lieres o el justiciero acto de Belarmo ante la ofensa al padre: crear una sociedad de resistencia al propasado borrachín.
En ésta, con la cual hacía los pininos de su carrera política, Vigil vivió el momento de gloria al vengar a uno de los suyos y triunfar por todo lo alto. En el primer momento el profesor saltó:
“-¿Qué es esto, se vuelven en contra mía?”- y al querer cobrarse amenazando llamar al progenitor de nuestro crío amigo, éste le respondió:
“-No moleste a mi padre, que está ganando un jornal para poderle pagar a usted las cuotas por la enseñanza deficiente y el mal trato que nos da.”
Atemorizado por estas palabras y los gestos de la cofradía preparada a hacerle pesada la existencia, el hombre retrocedió para no volver nunca a sus excesos.
Aunque de vuelta la anécdota parece intrascendente, es ilustrativa del carácter que se estaba formando entre la clase en emergencia, quien de ese modo empezaba a ponerle la cara a la España negra, desarrollada a lo largo de cuatro siglos de expulsiones y conversiones forzadas, inquisitoriales juicios, chisteras, tricornios y sotanas comprometidas con el absoluto, regio poder.
Vigil lo miraba todo con el humor que le venía por naturaleza y gracias también al cierto holgado hogar que le permitió recibir instrucción, por malencarada que ésta fuera.
Belarmino Tomás experimentaba las cosas de otra manera. Resultaban insuficientes los dineros de la casa de huéspedes y de los trabajos sueltos de la abuela, la madre y el padre desde Lavandera, de modo que hubieron de darse al peregrinaje en los alrededores del puerto.
Luisa, la hija menor, recordaba aquél saltar de un lado a otro. Primero fue El Llano, para regresar unos meses a la aldea, y luego Ceares. En el camino moría de meses Elena, la cuarta de los hermanos. Mientras Cándida amanecía a las cuatro de la mañana para descalza hacer esto y aquello fuera de casa, de vuelta en Lavandera, con Sandalio el “monstruo” entró en una mina de yeso, donde el trabajo de los niños era socorrido porque había lugares en que no cabía un adulto.
Sucedía esto poco después del famoso evento de la piedra, cuando el en 1937 presidente del gobierno soberano de Asturias y León avanzaba rectamente hacia su destino: convertirse muy pronto en la guía y autoridad moral de la familia. Para entonces no iba más a la escuela nocturna donde pasó los tres años en que pudo permitirse el privilegio.
Porque el padre se había hecho ya peón-buzo en las obras del Mosel y hubo que trasladarse una vez más a las afueras de Gijón, donde Belarmino se ocupaba de albañil.
Si nuestro libro fuese el que debiera, habría que detenerse un largo momento a entrever estos años. Que nos basten unos trazos.
Belarmino se levanta reglamentariamente antes del amanecer en una habitación con frecuencia compartida con las hermanas, que, ya vemos, unas veces es así y otras asá, porque la casa no se queda quieta de lugar. Para entonces ellas llevan rato ayudando en esto y aquello a Cándida y a Teresa, pues bien sabido es que en cualquier épocas y país sobre el sexo débil cae la mayor y más silenciosa carga.
Se lava el niño que ha dejado de serlo desde muy pronto. Lo hace con lo que tiene a mano y, de acuerdo al obsesivo esmero en la apariencia personal que lo caracterizará de adulto, sin duda frotando repetidamente de modo de estar, o parecerlo siquiera, tan limpio como el que más. Y es que para él y para el grueso de su estirpe en el mundo entero, por ahí empieza la revalorización ante sí mismos y ante los demás, sin la cuales resulta inconcebible la clase en surgimiento. Ésta no es ni más ni menos pueblo que sus predecesoras o las que siguen creciendo en los campos de la Europa feliz, según suele llamarse a la que inicia al occidente del río Rhin[8]. Pero su absoluta desposesión y sobre todo, es necesario machacar en ello, los resquicios que le abre la modernidad, le permiten reconocerse igual o superior a la de quienes en un santiamén se han convertido en directores de la sociedad, precisamente por tomarse el derecho a hacer a un lado a los anteriores señores.
Qué pobremente se cuenta la historia del pueblo, cuando no es el propio pueblo quien lo hace. Lo digo porque en este punto decido traer a cuento un inmejorable documento que en principio pensé debía ir después. Se trata de las memorias de un obrero cenetista catalán: Ricardo Saínz.
Tenía más o menos la edad que Belarmino tendrá al entrar a la mina, entre los doce y los trece años. Cuenta que iba con su padre, campesino, al molino de su pueblo a convertir en masa el trigo cosechado. Y vez con vez aquél tenía que llevárselo casi a empujones, pues el jovenzuelo se quedaba arrebolado contemplando la primivitibísima máquina del lugar: sólo una gran caja de acero con rodillos y dientes. Pero él quedo prendado desde el primer día.
Un domingo el patrón del molino le dijo que si tanto le gustaba la cosa aquella, la trabajara. No fue fácil convencer al padre, quien terminó cediendo por dar gusto al hijo y por no desaprovechar el pequeño jornal que en casa caía como oro molido. La felicidad de Saíz aprendiendo a manipular la aparatosa trituradora, apenas cabía en sí.
Este tipo de cosas suelen pasar de noche a los historiadores, a quienes, por cierto, los militantes obreros gustan dar la vuelta, pues como me dijeron José Mata, Arísitides, el hijo de Manuel Llaneza; Aquilino Moral y varios otros, ven en ellos a aprovechados que, en términos mexicanos, viven de “sacarles la sopa”[9].
Con sus recuerdos Sainz nos ayuda, y seguirá haciéndolo, a otear el interior del “monstruo”, al que tratamos de seguir por las calles de Gijón un día entre muchos, después de despertar.
El desayuno debiera ser aprisa y corriendo, considerando la temprana hora. Pero no lo es, por una sencilla razón que hay que tomar en cuenta para el resto de la vida de Belarmino y de sus próximos: la paliza preparada para ellos en el trabajo, exige un cuerpo y una cabeza bien asentados a la tierra[10].
Sale de casa el muchacho cuyo pecho y brazos son ya los de un hombre hecho y derecho, cuidando los zapatos del lodazal sobre su calle de pobres, apenas trazada, y con su padre tira rumbo al muelle que será viejo en cuanto Sandalio y otros cientos dejen la mitad de los pulmones en afirmar la base.
Callados van, como cumple a hombres, de acuerdo a ancestrales mandatos que no se sabe bien a bien quien decidió machacar en la sociedad, y casi sin palabras se despiden, orgullosos uno del otro, y más el de más edad, que se da tiempo para girar la cabeza y ver alejarse a la sangre de su sangre rumbo al cumplimiento de su cabalidad.
No podemos reconstruir el recorrido de Belarmino, ya que no sabemos a dónde va. Pero al menos yo puedo escuchar sus pasos cuando el día clarea, escuchar el viento que da contra su rostro y le mueve el cabello, el olor a mar del norte, a salado muy fuerte, a su alrededor; el gris interminable del agua ondulándose en los ojos donde andan también el mercante que se acerca con sus guiños de luz, el que atraca, los que cargan y descargan-¿cuál de ellos es el Monserrat, el Reyna María, el Mindanao, el Isla Paway…, de ser esos los de tal día?-, todos en curso entre Las Antillas y la península?
Casi cuanto topa en el trayecto tiene gusto a mañana, pues está apenas erigiéndose o se improvisa. Y eso no es, de nuevo, cualquier cosa y cala muy dentro del muchacho, advirtiéndole que el mundo está rehaciéndose sin parar[11]. Y aunque nadie lo convoque a meter la mano en el asunto, o de hecho le advierta que se aparte, el mensaje es claro: si las puertas de la transformación quedan abierta, también lo están para él.
Ningún otro rasgo, creo, define con tal precisión a mi abuelo, como ése: el hacerse a sí mismo, hoy, durante la creación del Sindicato Minero de Obreros Asturianos (SOMA), la Revolución de 1934, la Guerra Civil y el exilio. En su caso, a diferencia de quienes perciben algo semejante y, con recursos o sed de riquezas, se preparan a hacer el futuro a solas o con un círculo familiar, Belarmino, por encima aún de su posible deseo, no encontrará más alternativa que ir en compañía de muchos, y cuánto mayor sea el número, mejor.
Eso desborda el pequeño ámbito geográfico que conoce y del que tal vez trata de imaginar en el tráfico de los barcos, de los hombres y las mercancías portados por ellos. Y de vuelta topamos con temas centrales: la sociedad mundial en surgimiento hace un siglo[12], y la imaginación.
Aproximadamente entre los años 1901-1903 en el cual anda ahora nuestra historia, Manuel Vigil está sentando las bases del socialismo asturiano. El hombre es consciente, claro, de seguir las huellas de cientos de miles de hombres y mujeres de Europa y otras partes[13], que produjeron o contribuyeron a sucesos tan culminantes como las revoluciones de 1848 y la Comuna de 1871 en París.
La primera hermana del abuelo, Paz, sirve en la finca de un médico de Ceares, El ama es remilgosa y malhumorienta, y un día tacha de “guarra” a la cría. De tarde ésta se acerca al provisional hogar de la familia, entre llantos se sincera con la madre y da marcha atrás, a la finca.
La mañana siguiente Belarmino, de doce años, es enterado del asunto y no duda: se presenta en casa del médico, dice cuatro verdades a la señora y de la mano saca para siempre de allí a la hermana.
Aunque el gesto es noble y justiciero, tiene un no pequeño coste: la familia se queda sin un ingreso modesto pero insustituible. ¿Se lo reclaman Sandalio o Cándida? No, y el hecho tiene una honda significación. En silencio, respetando la autoridad de la pareja, el único hijo varón toma cada vez más las riendas de la familia.
De modo que debe darse crédito a quienes afirman que del muchacho sale la idea de marcharse a la cuenca del Nalón, en el nuevo acto revolucionario con el cual los Tomás Álvarez imitan a miles de los que crecientemente, y en el más estricto sentido del término, son sus semejantes.