Esto vale solo para los medios de comunicación, incluidos desde luego radio y cine -¿no es en parte esa tu tarea, septimo arte?
Política, social, culturalmente, los múltiples, muy diversos campos, son entonces un ser omnipresente, por sí o en la manipulación de caciques y caudillos, y el cardenismo les dará un justo sitio.
I
Del
porfitiaro al surgimiento de la televisión, la prensa tiene un peso social que
no imaginamos hoy. Poco antes del movimiento armado, el par de diarios de mayor
influencia repartía cien mil ejemplares, el grueso de ellos entre los 750 mil
habitantes de la capital, lo que equivale a multiplicar por más de dos los
grandes tirajes del presente, en un país en sus tres cuartas partes ajeno a la
cultura escrita.
En 1917, con el
inicio del México posrevolucionario periódicos y revistas, modernidad en
esencia, por naturaleza, no aspiran a influir sino en la población urbana,
menor al veinte por ciento de la que así se considera por vivir en
asentamientos de mil personas o más. Basta con eso para concebirse el espejo de
estas tierras, como advierten sus elocuentes leyendas: El Gran Diario de México, El
Periódico de la Vida Nacional...
En ellas encarnan
naturalmente la voluntad y el pavor a las sombras, que se declaran apenas
termina la independencia y que nutren a los libros de historia de allí al año
2000: México es uno, indivisible, está contenido en el país citadino y en sus
allendes rurales, compatibles con él, y el resto es remora, pasado que se
arrastra por desgracia y que debe actualizarse o morir, porque amenaza dar al
traste con cualquier buena intención.
Un resto apabullantemente
mayoritario, pues, que arrincona al país de la prensa, quien sugiere saberlo
todo pero no tiene modo ni voluntad de registrarlo.
II
Ya
que puede creer seriamente en su triunfo, muy antes que otra cosa, lo que
preocupa al constitucionalismo es sujetar a ese campo grande que ha venido en
los ejércitos de Zapata y de Villa, único sustento posible de todo proyecto
nacional. Sujetarlo, disponer de él y airearlo como bandera sólo por el tiempo
que tome hacer que regrese a un oscuro lugar en la conciencia.
se le adelanta con mucho.
Particularmente la decena de diarios que se ostentan como nacionales porque se
producen en la ciudad de México.
Hace rato, desde que
dejaron atrás al periodismo concebido como opinión, conocen bien lo que en
adelante explotarán de sobra: su pretensión de ser la mirada justa, el reflejo
inobjetable, verdad que viene por sí misma, o lo que es igual, “información y
sólo información”.
Aunque la prensa no es
sólo, ni siquiera preferentemente, “información”. Es, en el más amplio sentido,
el primer medio masivo, que se instala en la intimidad del hogar urbano
dictándole proyectos y conductas.
Para cada quien hay una o
más secciones y suplementos: para Ella, “la que todo se merece”; para los
chiquilines que han de aprender a seguir a pies juntillas los consejos de sus
infalibles padres; para las dualidades vírgenes-prostitutas en ciernes, que son
las jovencitas; para los muchachos que se prepararan a usufructuras, como a la
sociedad entera; para el multifacético Él, iniciado en todos los misterios (la
política, la noche, la tecnología), que así confirma su reinado.
Formando auténticas
empresas beneficiarias de la paz y del progreso, diarios y revistas colaboran a
crear los estereotipos del nuevo país que el México de las ciudades reclama.
Con esto y aquello cumplen
con acuciosidad la tarea. Pero les bastan media docena de manidos recursos para
dar cuenta del mundo de fantasmas a su alrededor, que se les escapa tras la red
de vías de ferrocarril y carreteras tanto más perdida entre una descomunal
geografía, cuanto más se abrió siguiendo una lógica de gran comercio, minas y
cultivos de exportación, despreciando olímpicamente la viruela de pueblos y
caseríos que obedecen a dinámicas regionales o que se levantaron justo para
escamotearse al exterior.
III
En la cara
informativa de que alardea, la noticia fundacional es entonces la que el 11
de abril de 1917 “felicita por su conducto a la nación entera”: Emiliano Zapata, derrotado y muerto.
Como todo cuarto poder en el mundo, el nuestro da
por descontada la selección de los hechos y las fuentes y no tiene remilgos en
apelar a la contundencia del calificativo o la referencia, de modo que el
cadáver es del “célebre cabecilla”, “el Atila del Sur” y, en el súbito giro del
lenguaje de los carrancistas, el despreciado “irreductible rebelde” que reta a
la representación de la virtud: “las fuerzas leales”.
Luego los periódicos procuran hablar del campo lo menos posible y siempre y
cuando convalide al nuevo régimen o sirva de ejemplo de caos o atraso. Es
cierto que, si no desaparecen al resistir o despistarse en el juego (El Pueblo,
El Demócrata...), se hacen parte del aparato corporativo. Sin embargo, como
cualquier sector, tienen un margen de maniobra, que usan para obviar el
agrarismo de los primeros tiempos y conspirar con otros para salir del
atolladero del reparto y la colectivización cardenista.
En su segunda cara, como creadores o promotores de imaginarios, encontrando
un lugar propio en el nacionalismo que alienta el Estado y en la reinvención a
la cual proceden el cine y la radio, convierten al campo en desdicha o folclore
y plácido recreo de sensibilidades. Pero, sobre todo, también aquí, en
ausencia.
Hay lugar en ellos, sí, para las chinas poblanas, los fandangos jarochos de
pastelería y las calandrias, zenzontles y jilgueros repartidos para el retozo
de la proverbial ternura mexicana, de la canción y las películas rancheras. Y
no mucho más.
Sus caricaturas, sus reportajes fotográficos, sus ilustraciones, sus
historietas, evitan contagiarse de las obsesiones campesinistas que andan en
otros lados (en la literatura, en el muralismo o la mirada de Gabriel
Figueroa).
IV
Frente a ese México grande que rehusa, la prensa acompaña a los gobiernos
posrevolucionarios en la animación de un brutal crecimiento de las capitales,
de sus industrias y servicios y de sus retículas y sus ámbitos visibles y a la
mano de la autoridad, como condición necesaria del orden y el desarrollo.
Y con ello, a la absoluta preminencia de la capital de las capitales, con
su arrebatador poder político y económico, capaz de extraer del campo tanto
brazos como requiera, empequeñeciéndolo, debilitándolo, reduciendo su
comparativa importancia.
Hasta el cardenismo, los periódicos rezan para que el mundo rural
transcurra en silencio, porque sigue constituyendo más del 60 por ciento de la
población “nacional”, con su antigua, profunda dispersión. Todavía entonces,
México se desgrana en unas 80 mil localidades, con un promedio de 225
habitantes, de las cuales 48 mil no alcanzan las cien almas. Un país de sombras para
el México que habla a través de diarios y revistas.
Para los años cuarenta, éstos pueden empezar ya la celebración de una
descomunal macrocefalia, diría Puros
Cuentos, que es uno de los contados trabajos que revisa a la prensa
posrevolucionaria, siquiera al paso. Este afán por el gigantismo, lo hemos
visto todos, obliga al campo que compulsivamente lo alimenta, a un salto mortal
que descalifica sus formas de vida. En las ciudades, sus concepciones del
mundo, del hombre y la mujer, del tiempo y el espacio, son aberraciones que la
prensa, satisfecha con la venganza, denuncia, para obligar a dejarlas atrás a
quienes de una buena vez pasan al inventario de sus notas transformados en
ubicables albañiles y sirvientas, jardineros y peones de patio, señoras de los
tamales en la esquina y prostitutas.
No es entonces la mera herencia, la mera falta de infraestructura, el mero
empuje de la industria, el comercio y el transporte, o la llana, rapiñosa
improvisación, quien determina que todo se instale y todo cruce por la ciudad
de México. Si, como alguien ha dicho, no hay revolución que se estime si no
resulta en una extraordinaria concentración del poder, entre nosotros el meollo
es el monstruo urbano.
Para la prensa, el círculo contra el campo se cierra al cumplir el viejo
anhelo de sacralizar a la palabra escrita
como fuente de toda forma de cultura, de modo que la tradición oral que ha sido
el mayor instrumento para repensar, recrear y memorizar la vida de estas
tierras y de su enorme variedad de naturalezas, hablas y costumbres, se declara
simple, vil analfabetismo. O salvajismo puro, para el México que no es de
lengua española.
V
Los ejércitos campesinos
son el supremo ejemplo del pueblo que con la revolución, dice Monsivaís, “se
precipita, irrumpe, desgarra, va creciendo y va siendo”, en una “mezcla
orgánica” en que por única vez las mayorías y la intimidad de los días se
exhiben, estallan y se propone distintas.
Con el fin de la lucha
armada, al devolver al traspatio a este México que se precipita, para la prensa
la vida cotidiana empieza a desaparecer suplida por las tres o cuatro docenas
de páginas en que está cuanto debe estar. Sólo la mujer, a quien la revolución
le permitió profanar su “destino de invisibilidad”, sufre tanto como el campo y
ese último espectro suyo que son los pueblos indios, el arrumbamiento del
entramado diario de la familia, del trabajo, del pueblo o del barrio, que está
en la base de la sociedad.
Los periódicos se
desviven por cantar al aeroplano, al automóvil, a las telecomunicaciones, al
cinematógrafo (¡Todo lo vencen ya los
corceles del aire!, Otro asombroso invento, Posiblemente aun supere a la
realidad, al ser proyectados...), y arrogándose el monopolio del eco del
mundo exterior, gasta mucha más tinta en las nuevas sobre el último Ford o la
telegrafía inalámbrica, sobre París o Nueva York, que en lo que sucede más allá
de las orillas dilatadas sin pausa de una capital que, gracias a Dios, “no es
ya, ni con mucho, el tranquilo pueblo grande”.
Si Culiacán, la ciudad de
Oaxaca o León, son noticia una vez al mes, si acaso y a condición de que
permitan el regodeo en el infortunio o en el revolucionario aplauso, los
municipios existen sólo con motivo de una carnicería o un “desastre nacional”.
El campo, con cuanto lleve
dentro, es así quien mejor sirve a la pauta con que los jefes de redacción
filtran a los aspirantes a periodistas y los educan, de modo de entender que la
realidad no es lo que entra por los sentidos, sino la que dicta el supremo
mandato: la supervivencia del país y de uno, responsabilidad de los nuevos padrecitos,
luego genios de la política, de los cuales es patrimonio la Revolución en que
todo se sustenta para que nunca más vuelva a suceder.
La esquizofrenia que da pie
a cabecear el 2 de octubre de 1968, Terroristas
y soldados sostuvieron rudo combate, y que desde los veinte anda en
modélicas familias de tiras cómicas venidas del otro lado de la frontera,
etcétera, es tanto más profunda cuanto más sus alucinaciones se materializan y
en torno suyo crece una urbe monumental que promete, en serio promete, ser la
más grande del mundo.
Si sirve de referencia la
selección de temas del CD conmemorativo de un gran diario, alguna vez, parece
confiar la prensa, será más provechoso buscar la palabra campo en la sección
deportiva (cancha de fut o de beis) o de bienes raíces (fraccionamientos que
llevan la modernidad tan lejos como se quiera), que en las páginas de
información general, y el indio se volverá un término reservado a los
reportajes sobre arqueología o a las notas, justo como en los ensueños de
Colón, referidas a los cientos de millones que sufren en la península del sur
de Asia.
En el saco van, por
supuesto, los pueblos del valle de México, cuyos esfuerzos en detener el avance
de la mancha urbana, la prensa silencia o acusa, sin deseo alguno de sospechar
siquiera que gracias a ellos se garantiza el oxígeno y el 60 por ciento del
agua que en el año dos mil demandarán 20 millones de apretujados hombres y
mujeres, representación del completo éxito del proyecto nacional que termina
por triunfar en los cuarenta, y de décadas de políticas editoriales.