Subtítulo III de Buscando a Belarmino Tomás
Cada
región asturiana tiene sus particularidades y la que Sandalio ha escogido al
acercarse a Gijón es y no la que Clarín, el estupendo novelista del siglo,
recrea cerca de allí: “tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada”,
con numerosas “cicatrices hechas a patadas”, por siglos de seres humanos y
animales, al pie de vegas de maíz desde cuyas altas cañas en tiempo de madurar
las “hojas, lanzas flexibles, se columpian sobre el tallo”; castaños, manzanos,
macizos de “álamos, abedules y cónicos húmeros”, por un salpicar de arroyos. Y
la omnipresencia del mar.
La idea de mundos rurales tradicionalmente inmóviles no es nunca cierta, ni
siquiera en esta provincia. Y la mejor prueba está en el propio Sandalio, cuyo
poco común apellido no es casual, pues un antepasado suyo nació no en la
provincia ni en ninguna otra de España, sino en Portugal.
Da la impresión, pues, de que los habitantes del campo en el pasado no
permanecieron necesariamente fijos a la tierra si no eran sus propietarios.
Pero el quid a fines del siglo XIX en Asturias está en la inquietud que
introduce la industrialización, vértigo que subvierte cuanto toca.
Armando Palacio Valdés ha advertido ya el efecto de una fábrica, por pequeña y
aislada que esté. En su Aldea perdida, sólo por el contacto con aquélla,
Rosina, la moza “sencilla, un poco de égloga a fuerza de timidez”, en la década
de 1870s había roto el destino de labriega asegurado por generaciones de
antepasados, para terminar convirtiéndose en prostituta de la ciudad.
En el ancestral universo secreto del pueblo y dentro de la revolución que para
1890 está en curso, van nuevos modos de pensar, lenguajes, actitudes,
geografías que el poder político y económico no descifra y que a veces no
advierte siquiera. Es ese universo el que da sentido al “monstruo”, quien se
moverá por sus vericuetos como muy pocos.
Si su madre, Cándida, y su abuela Teresa conocen de tiempo el trasiego de los
sin tierra entre Lavandera y Gijón, sobre todo, pero también hacia Oviedo, en
el costado contrario, donde la mayor iba por los expósitos del orfanato a
quienes dar su leche; si Sandalio lo aprende al unirse a las dos mujeres,
Belarmino nacerá con él y lo conducirá de una forma de resistencia o
liberación, a un instrumento de conquista.
Pero esto no se entiende sin acercarse antes a otra esencial parte de la
historia que perseguimos.
Hay cosas un poco fuera de lugar en el par de mujeres de Lavandera. Como que
Teresa no volviera a hacerse de un hombre enviudando a los tres años de casar,
o que la hija siga soltera a los veintitrés. La razón es la falta de tierra,
por magra que sea, para atraer a una pareja, y que quizás vuelve remilgosos a
los vecinos en el trato con ellas.
No hay modo de conocer cómo resolvieron juntarse Cándida y Sandalio. Tal vez
fue el saltar de la mirada en uno o en ambos, o hasta un intempestivo encuentro
entre la hierba, como parte de una pasión de la cual no tenemos la menor idea
en estas tierras y estas épocas. Y este es otro de los pequeños y grandes actos
con los cuales los Tomás Álvarez se suman a la revolución que empezará a dar
frutos en los 1930s.
Con el aluvión de forasteros pasando frente ellas, el par de mujeres resuelve
hacerse de huéspedes rentando un espacio de la casa, como una buena manera de
incrementar los ingresos y voltear hacia el pasado con un suspiro de alivio.
Y eso se debe en mucho y de vuelta, al modesto e insustituible revolucionario
papel en el cual sigue invistiéndose Sandalio. Pues se instala en un hogar
donde hace mucho falta el hombre, y contagia a su nueva familia, a quien no
importa si de momento no hay boda, ni si cuando Belarmino nace el padre obvia
su asistencia a la parroquia a presentarlo.
El campesino y la campesina tradicionales honran fielmente tales formalidades
ordenadas por la santa Iglesia y, al decir de las sotanas, por Dios mismo. Los
tres de la pobretona casa de huéspedes comienzan a saltarse las trancas y en su
conducta va un código de reciente recreación: el respeto a las órdenes sólo
para no ser hostigado.
Como sea, poco después Sandalio encuentra una oportunidad única: contratarse
para la construcción del nuevo muelle de Gijón. Es curioso: no se decidió a
hacerse minero, pero ahora está dispuesto a vestir el primitivo traje de buzo
con el cual los peones asentarán los pilotes en el lomo del mar. ¿Por qué?
Como se ve, vamos misterios tras misterio. En la búsqueda de nuestro personaje
y el entorno, la mayoría de las veces creemos asir algo y se nos escapa. Se
trata de virtudes y ventajas del pueblo oculto, surgiendo desde las sombras
exclusivamente si necesita, para mejor tomar de sorpresa a sus enemigos.
Pueblo sombra, pues, tanto más cazador furtivo cuanto más se lo cree incapaz de
algo distinto a tenderse en el prado pensando en la inmortalidad del cangrejo.
De la capacidad de hacerse fantasma Belarmino se apropia apenas nace, hasta
convertirse en uno de los grandes expertos de su provincia en el tema. Miles de
días hace el viaje entre su pueblo y Gijón, y miles también recorre el puerto
al modo de esa forma de simple paisaje que las probas familias ven en las de
pescadores, alarifes, asalariados de las fábricas.
Entonces una tarde en Lavandera Sandalio se hace de palabras con un peón de las
vías del ferrocarril, ambos se lían a golpes y el progenitor de Belarmo lleva
las de perder hasta que el otro va a dar a tierra repentinamente. Al caer queda
a la vista el futuro “monstruo" con la más grande piedra que le permiten
coger sus nueve o diez años de edad, con la cual tundió al insolente. Y es que
el guaje tiene ya más que aprendido el arte de la transfiguración.
Esta es de las contadas estampas que se conservan del Belarmino niño y es muy
significativa. Por eso quedó grabada en quienes la presenciaron y difundieron
una y otra vez, hasta hacerla pasar de generación. Es significativa por varias
razones: muestra el rápido crecimiento de los niños del nuevo pueblo que se
creaba en la época; de su acostumbramiento a la acción y a la violencia, y del
espacio que en nuestro personaje adquiría en la familia y en la sociedad.
No había nada idílico en el surgimiento del proletariado asturiano, de España y
del mundo entero. Los periódicos de Gijón en los tiempos transmiten una dura,
con frecuencia desgarrada existencia de las clases populares, que podemos
simbolizar en una nota aparecida en el diario el Noroeste. Se da noticia allí
de la nueva aparición de un recién nacido en una improvisad cuna, bogando hacia
la muerte sobre el río Piles.
Nada semejante se veía en el pasado, pero el diario no se asombra por ello y
sólo saca partido del hecho como hace con muchos de los cotidianos eventos que
sus lectores buscan cada mañana: cadáveres hallados en una oscura callejuela,
grescas multitudinarias o de uno a uno, en las cuales salen a relucir cuchillos
y objetos contundentes; obreros u obreras que fueron llevados de urgencia al
hospital, para aquí y allá perder un dedo, un mano, un brazo, una pierna, un
ojo, a manos de las máquinas y sus ritmos que no perdonan, y por la impericia
de ellos mismos al aprender el oficio sobre la marcha, sin más capacitación que
la que generosamente les dan los de mayor antigüedad en la fábrica o en las
obras en construcción.
Esta dramática imagen se matiza mucho, sin embargo, con la intimidad de ese
mundo popular recogida en el libro de recuerdos de Manuel Vigil Montoto, padre
del socialismo provincial.
Vigil es un hombre de peculiar inteligencia e ingenio, y en él los años de la
infancia en los barrios de los de abajo están atravesados por una sonriente
picaresca.
Ha nacido unos veinte años antes que Belarmino, cuando la madre era sirvienta y
el padre carretonero, “linaje modesto, pero honroso”, Eso permitíó al niño
acudir a la escuela, que no fue una sino tres, por las mudanzas obligadas al no
tener techo propio la familia, o por la negligencia o los malos hábitos de los
maestros.
En una de ellas, cuenta Vigil, el titular de la clase, que no se sabe cuánto de
instructor y cuando de domador tenía, asistía a veces “algo más que alegre y se
excedía en los tratos con los alumnos“. Manuel y unos cuantos decidieron
entonces constituirse en algo tan sin precedente como las peripecias de
Sandalio al salir de Lieres o el justiciero acto de Belarmo ante la ofensa al
padre: crear una sociedad de resistencia al propasado borrachín.
En ésta, con la cual hacía los pininos de su carrera política, Vigil vivió el
momento de gloria al vengar a uno de los suyos y triunfar por todo lo alto. En
el primer momento el profesor saltó:
“-¿Qué es esto, se vuelven en contra mía?”- y al querer cobrarse amenazando
llamar al progenitor de nuestro crío amigo, éste le respondió:
“-No moleste a mi padre, que está ganando un jornal para poderle pagar a usted
las cuotas por la enseñanza deficiente y el mal trato que nos da.”
Atemorizado por estas palabras y los gestos de la cofradía preparada a hacerle
pesada la existencia, el hombre retrocedió para no volver nunca a sus excesos.
Aunque de vuelta la anécdota parece intrascendente, es ilustrativa del carácter
que se estaba formando entre la clase en emergencia, quien de ese modo empezaba
a ponerle la cara a la España negra, desarrollada a lo largo de cuatro siglos
de expulsiones y conversiones forzadas, inquisitoriales juicios, chisteras,
tricornios y sotanas comprometidas con el absoluto, regio poder.
Vigil lo miraba todo con el humor que le venía por naturaleza y gracias también
al cierto holgado hogar que le permitió recibir instrucción, por malencarada
que ésta fuera.
Belarmino Tomás experimentaba las cosas de otra manera. Resultaban
insuficientes los dineros de la casa de huéspedes y de los trabajos sueltos de
la abuela, la madre y el padre desde Lavandera, de modo que hubieron de darse
al peregrinaje en los alrededores del puerto.
Luisa, la hija menor, recordaba aquél saltar de un lado a otro. Primero fue El
Llano, para regresar unos meses a la aldea, y luego Ceares. En el camino moría
de meses Elena, la cuarta de los hermanos. Mientras Cándida amanecía a las
cuatro de la mañana para descalza hacer esto y aquello fuera de casa, de vuelta
en Lavandera, con Sandalio el “monstruo” entró en una mina de yeso, donde el
trabajo de los niños era socorrido porque había lugares en que no cabía un
adulto.
Sucedía esto poco después del famoso evento de la piedra, cuando el en 1937
presidente del gobierno soberano de Asturias y León avanzaba rectamente hacia
su destino: convertirse muy pronto en la guía y autoridad moral de la familia.
Para entonces no iba más a la escuela nocturna donde pasó los tres años en que
pudo permitirse el privilegio.
Porque el padre se había hecho ya peón-buzo en las obras del Mosel y hubo que
trasladarse una vez más a las afueras de Gijón, donde Belarmino se ocupaba de
albañil.
Si nuestro libro fuese el que debiera, habría que detenerse un largo momento a
entrever estos años. Que nos basten unos trazos.
Belarmino se levanta reglamentariamente antes del amanecer en una habitación
con frecuencia compartida con las hermanas, que, ya vemos, unas veces es así y
otras asá, porque la casa no se queda quieta de lugar. Para entonces ellas
llevan rato ayudando en esto y aquello a Cándida y a Teresa, pues bien sabido
es que en cualquier épocas y país sobre el sexo débil cae la mayor y más
silenciosa carga.
Se lava el niño que ha dejado de serlo desde muy pronto. Lo hace con lo que
tiene a mano y, de acuerdo al obsesivo esmero en la apariencia personal que lo
caracterizará de adulto, sin duda frotando repetidamente de modo de estar, o
parecerlo siquiera, tan limpio como el que más. Y es que para él y para el
grueso de su estirpe en el mundo entero, por ahí empieza la revalorización ante
sí mismos y ante los demás, sin la cuales resulta inconcebible la clase en
surgimiento. Ésta no es ni más ni menos pueblo que sus predecesoras o las que
siguen creciendo en los campos de la Europa feliz, según suele llamarse a la
que inicia al occidente del río Rhin[8].
Pero su absoluta desposesión y sobre todo, es necesario machacar en ello, los
resquicios que le abre la modernidad, le permiten reconocerse igual o superior
a la de quienes en un santiamén se han convertido en directores de la sociedad,
precisamente por tomarse el derecho a hacer a un lado a los anteriores señores.
Qué pobremente se cuenta la historia del pueblo, cuando no es el propio pueblo quien
lo hace. Lo digo porque en este punto decido traer a cuento un inmejorable
documento que en principio pensé debía ir después. Se trata de las memorias de
un obrero cenetista catalán: Ricardo Saínz.
Tenía más o menos la edad que Belarmino tendrá al entrar a la mina, entre los
doce y los trece años. Cuenta que iba con su padre, campesino, al molino de su
pueblo a convertir en masa el trigo cosechado. Y vez con vez aquél tenía que
llevárselo casi a empujones, pues el jovenzuelo se quedaba arrebolado contemplando
la primivitibísima máquina del lugar: sólo una gran caja de acero con rodillos
y dientes. Pero él quedo prendado desde el primer día.
Un domingo el patrón del molino le dijo que si tanto le gustaba la cosa
aquella, la trabajara. No fue fácil convencer al padre, quien terminó cediendo
por dar gusto al hijo y por no desaprovechar el pequeño jornal que en casa caía
como oro molido. La felicidad de Saíz aprendiendo a manipular la aparatosa
trituradora, apenas cabía en sí.
Este tipo de cosas suelen pasar de noche a los historiadores, a quienes, por
cierto, los militantes obreros gustan dar la vuelta, pues como me dijeron José
Mata, Arísitides, el hijo de Manuel Llaneza; Aquilino Moral y varios otros, ven
en ellos a aprovechados que, en términos mexicanos, viven de “sacarles la sopa”[9].
Con sus recuerdos Sainz nos ayuda, y seguirá haciéndolo, a otear el interior
del “monstruo”, al que tratamos de seguir por las calles de Gijón un día entre
muchos, después de despertar.
El desayuno debiera ser aprisa y corriendo, considerando la temprana hora. Pero
no lo es, por una sencilla razón que hay que tomar en cuenta para el resto de
la vida de Belarmino y de sus próximos: la paliza preparada para ellos en el
trabajo, exige un cuerpo y una cabeza bien asentados a la tierra[10].
Sale de casa el muchacho cuyo pecho y brazos son ya los de un hombre hecho y
derecho, cuidando los zapatos del lodazal sobre su calle de pobres, apenas
trazada, y con su padre tira rumbo al muelle que será viejo en cuanto Sandalio
y otros cientos dejen la mitad de los pulmones en afirmar la base.
Callados van, como cumple a hombres, de acuerdo a ancestrales mandatos que no
se sabe bien a bien quien decidió machacar en la sociedad, y casi sin palabras
se despiden, orgullosos uno del otro, y más el de más edad, que se da tiempo
para girar la cabeza y ver alejarse a la sangre de su sangre rumbo al
cumplimiento de su cabalidad.
No podemos reconstruir el recorrido de Belarmino, ya que no sabemos a dónde va.
Pero al menos yo puedo escuchar sus pasos cuando el día clarea, escuchar el
viento que da contra su rostro y le mueve el cabello, el olor a mar del norte,
a salado muy fuerte, a su alrededor; el gris interminable del agua ondulándose
en los ojos donde andan también el mercante que se acerca con sus guiños de luz,
el que atraca, los que cargan y descargan-¿cuál de ellos es el Monserrat, el
Reyna María, el Mindanao, el Isla Paway…, de ser esos los de tal día?-, todos
en curso entre Las Antillas y la península?
Casi cuanto topa en el trayecto tiene gusto a mañana, pues está apenas
erigiéndose o se improvisa. Y eso no es, de nuevo, cualquier cosa y cala muy
dentro del muchacho, advirtiéndole que el mundo está rehaciéndose sin parar[11].
Y aunque nadie lo convoque a meter la mano en el asunto, o de hecho le advierta
que se aparte, el mensaje es claro: si las puertas de la transformación quedan
abierta, también lo están para él.
Ningún otro rasgo, creo, define con tal precisión a mi abuelo, como ése: el
hacerse a sí mismo, hoy, durante la creación del Sindicato Minero de Obreros
Asturianos (SOMA), la Revolución de 1934, la Guerra Civil y el exilio. En su
caso, a diferencia de quienes perciben algo semejante y, con recursos o sed de
riquezas, se preparan a hacer el futuro a solas o con un círculo familiar,
Belarmino, por encima aún de su posible deseo, no encontrará más alternativa
que ir en compañía de muchos, y cuánto mayor sea el número, mejor.
Eso desborda el pequeño ámbito geográfico que conoce y del que tal vez trata de
imaginar en el tráfico de los barcos, de los hombres y las mercancías portados
por ellos. Y de vuelta topamos con temas centrales: la sociedad mundial en
surgimiento hace un siglo[12],
y la imaginación.
Aproximadamente entre los años 1901-1903 en el cual anda ahora nuestra
historia, Manuel Vigil está sentando las bases del socialismo asturiano. El
hombre es consciente, claro, de seguir las huellas de cientos de miles de
hombres y mujeres de Europa y otras partes[13],
que produjeron o contribuyeron a sucesos tan culminantes como las revoluciones
de 1848 y la Comuna de 1871 en París.
La primera hermana del abuelo, Paz, sirve en la finca de un médico de Ceares,
El ama es remilgosa y malhumorienta, y un día tacha de “guarra” a la cría. De
tarde ésta se acerca al provisional hogar de la familia, entre llantos se
sincera con la madre y da marcha atrás, a la finca.
La mañana siguiente Belarmino, de doce años, es enterado del asunto y no duda:
se presenta en casa del médico, dice cuatro verdades a la señora y de la mano
saca para siempre de allí a la hermana.
Aunque el gesto es noble y justiciero, tiene un no pequeño coste: la familia se
queda sin un ingreso modesto pero insustituible. ¿Se lo reclaman Sandalio o
Cándida? No, y el hecho tiene una honda significación. En silencio, respetando
la autoridad de la pareja, el único hijo varón toma cada vez más las riendas de
la familia.
De modo que debe darse crédito a quienes afirman que del muchacho sale la idea
de marcharse a la cuenca del Nalón, en el nuevo acto revolucionario con el cual
los Tomás Álvarez imitan a miles de los que crecientemente, y en el más
estricto sentido del término, son sus semejantes.