miércoles, 27 de enero de 2016

El reino de la pasión

En audio, por si se les antoja:

Durante la posrevolución nuestra ciudad crea una o varias nuevas noches. No solo sus vidas van allí; también la imaginación sobre ellas.
Durante el porfiriato el teatro de revista es un animado, picaresco entredicho nocturno que se airea. Pero cuanto de lo demás puebla ese mundo que nace al caer el sol, transcurre en el silencio o el vilipendio público. La prostitución callejera, la cantina y la pulcata proliferan por los barriales, muy lejos física o prácticamente de lo que la sociedad presume. No importa si están a espaldas de calles de buena educación, un sólido muro invisible se alza entre ellas.
A partir de 1920, en cambio, los tugurios, los burdeles en regla y las hileras de cuartuchos que sirven a las “perdidas” son esencia misma del Centro y se asientan sin remilgos aquí y allá, acompañando al festejo de la autóctona modernidad siglo XX, de cines, carpas, cabaretes, salones de baile, estaciones de radio, convertidos en escuelas y laboratorios de comportamiento entre los cuales la población no para de reinventarse, haciendo de las calles pasarelas.
La música popular, las tandas, las piezas del renovado teatro ligero, la prensa que alcanza su madurez como primer medio masivo y es no menos multifacético que la futura televisión; la literatura, la plástica, el cine nacional, la historieta y luego la fotonovela románticas y de aventuras, en camino a convertirse en las lecturas más extendidas del país, habitan la nueva noche con seres y sendas materiales y fantásticos.
No hay nada idílico en ello, con sus sífilis de muchas clases y sus profundas desigualdades, ni en la retórica que lo acompaña ocultando al país tras estereotipos y atmósferas “legendarias”. Y si creemos a Carlos Monsivaís, hasta debe sospecharse cierta mano perversa del poder que lo consiente y quizá lo prohija, en una capital cuyo gigantismo le será cada vez más apreciado como gran instrumento para el control de una nación que no hace nación.
Con todo puede encontrarse allí un cierto, genuino libre circular del deseo y del ingenio, que luego será cortado de cuajo.
Es 1938, digamos, un año antes de que un reglamento intente liberar la vía pública de la epidemia de besos. Del lujoso Regis al modesto Tacuba, por una treintena de salas, estrellas extranjeras y cada vez más de casa languidecen de amor en la pantalla, dejando el rastro deslumbrante de sus atrevidas existencias, que el espectador cree conocer al dedillo por periódicos y revistas. En El Principal, el Ideal y los otros templos del género de revista, y en las carpas donde tal vez se opera mejor que en cualquier otro lado la transformación del “pueblo en emblema cultural”, anda el mareo de telones y vestuarios y candilejas, olimpos de las vedetes replicadas más a ras de piso por coristas con pechos generosamente al aire, y una comicidad que explaya la sexualidad a flor de piel.
Una cosa y otra entre la exploración por el espectador de los recursos de un cigarro, por ejemplo, de modo que la boca sea oferente o desdeñosa y rime con la mirada y el vuelo de la mano. O de un saco, una falda, un sombrero, que nunca son a secas y acompañan a mohines y sonrisas, a imaginaciones de caderas y hombros dueños de sí a punta de danzón, fox trot, rumba y cuanto se ponga a la mano.
En San Juan de Letrán, en los 1980s convertido en origen del Eje Central, un hombre se echa a la celebración de los entresijos de luz y sombra de la calzada. Su cabeza se agita con el alcohol apurado no sabe si en el barullo de mesas y parroquianos a su lado o en el de diez metros atrás, y con unas ganas a las que el cancionero de la época vuelven apremio por una de las “flores de la maldad y la inocencia”, frutos que chorrean miel y hiel, sendas hacia el cielo y el infierno, con las cuales se adorna la calzada.
Todo alrededor, de más allá de Salto del Agua a Peralvillo, abunda en quienes para el discurso complaciente de los tiempos son románticas “aventureras”, “vírgenes de medianoche”, “Santas”. Allí y por muchos rumbos de lo que alguna vez fue afueras de la ciudad, sin recato y en cifras oficiales, a las “callejeras” de cerca de 200 lupanares se suman las que deambulan por tres mil o más cabaretes, entre millón y medio de habitantes. Difícil decir cuántas son, si las detectadas con enfermedades venéreas están próximas a las 40 mil.
Para entonces la ciudad lleva dos décadas conquistando la noche. Y con la noche, la pasión. En principio ambas parecerían reservadas a los hombres y a esas que se resuelven a cumplir y sepultar sus sueños, los de ellos, espantando la oscuridad del genero para consumirse un rato, las más unos segundos, apenas, según les advierte la “mariposa equivocada” de una canción: a la luz, por la luz… quemadas, precisamente, las alas.
Pero la noche y la pasión son a la vez territorio de las meseras, las secretarias, las dependientas, las enfermeras y el más o menos profuso mundo femenino del arte, nutrido por quienes llegan de aquí y de allá tras el país de la magia y la promesa de real futuro. Y a su manera, de las amas de casa y las hijas de familia, que comparten su fantasía.
A mitad de la sala, trasegando el trazado secreto de la casa, que nadie más que Ella conoce, por la radio Lara, Gonzalo Curiel, Ernesto Cortazar y un largísimo etcétera aprovechan la lúbrica provocación de los ritmos cubanos y la sustancia negra de las orquestas estadounidenses, para de la cocina a la recámara, entre el burbujeo de las cazuelas y el dale y dale de la escoba, pasear un “sueño de amor” que casi por regla “se esfuma” o “lleva al abismo”, y que en todos los casos “es el pan de la vida”.
No interesa si es a pleno luz del día que en el “abanicar de pavos reales” de su “hastío”, canción tras canción la “locura de vivir y amar” alcanza a la señora. La fuente de la “viajera”, la “perjura” o la “siempreviva” en quien quieren descubrirla el bolero y sus parientes de la época, está en la noche, en la imaginación que nace a su amparo o por su pretexto. A nada, fuera de la propia mujer, cantan tanto, con tanta elocuencia y una misma obsesión: “noche…/te llama el amor”.
Para tal y cual la noche invita a que Ella hunda sus “dedos entre mi pelo”, entregue su “boca fresca” y tenga “piedades de ensueño”, o, unos ratos “golondrina viajera”, otros “maldita”, deje un hueco imborrable en el alma, y para Lara, el más sabio y atrevido, es la de cada vez un amor de.“distinto amanecer, diferente visión”, con cuyas aventuras debe tenerse cuidado porque “hacen daño”, “dan penas”.
Una serenata de Juan S. Garrido parece resumir la imagen recreada por la música popular: “Cuando la noche lo envuelve,/México sueña despierto,/porque de sombras cubierto/vive su vida mejor./Al cintilar los luceros/y los faroles primeros/como por milagrería,/regando alegría florece el amor”.
Es de ella, de la música, en buena parte siquiera, que para este 1938 el cine nacional ha descubierto uno de los temas más provechosos en el espectacular auge que ha iniciado y que luego sabrá es su edad de oro. Con las de carne y hueso o de pura lírica, Santa, La mujer del puerto, Mientras México duerme… han empezado a traer “perdidas” de celuloide no menos sugerentes. Tal vez porque es con ellas con quienes mejor puede acercarse a las intimidades de la pasión y de la noche.
Se trata de una noche en esencia pero no del todo estereotipada, tras la cual parece poder seguirse la huella de las muchas de verdad. Noches, pues, en cierta medida ventiladas en público, que para principios de los 1950, con el nuevo discurso ultraatoritario y moralizador de la familia revolucionaria, pasarán a la absoluta clandestinidad, sordas, grises, doblemente peliagudas.