En audio, por si se les antoja:
Durante la posrevolución nuestra ciudad crea una o varias nuevas noches. No solo sus vidas van allí; también la imaginación sobre ellas.
Durante el
porfiriato el teatro de revista es un animado, picaresco entredicho nocturno
que se airea. Pero cuanto de lo demás puebla ese mundo que nace al caer el sol,
transcurre en el silencio o el vilipendio público. La prostitución callejera,
la cantina y la pulcata proliferan por los barriales, muy lejos física o
prácticamente de lo que la sociedad presume. No importa si están a espaldas de
calles de buena educación, un sólido muro invisible se alza entre ellas.
A partir de 1920,
en cambio, los tugurios, los burdeles en regla y las hileras de cuartuchos que
sirven a las “perdidas” son esencia misma del Centro y se asientan sin remilgos
aquí y allá, acompañando al festejo de la autóctona modernidad siglo XX, de
cines, carpas, cabaretes, salones de baile, estaciones de radio, convertidos en
escuelas y laboratorios de comportamiento entre los cuales la población no para
de reinventarse, haciendo de las calles pasarelas.
La música
popular, las tandas, las piezas del renovado teatro ligero, la prensa que alcanza
su madurez como primer medio masivo y es no menos multifacético que la futura
televisión; la literatura, la plástica, el cine nacional, la historieta y luego
la fotonovela románticas y de aventuras, en camino a convertirse en las
lecturas más extendidas del país, habitan la nueva noche con seres y sendas
materiales y fantásticos.
Con todo puede
encontrarse allí un cierto, genuino libre circular del deseo y del ingenio, que
luego será cortado de cuajo.
Es 1938, digamos,
un año antes de que un reglamento intente liberar la vía pública de la epidemia
de besos. Del lujoso Regis al modesto Tacuba, por una treintena de salas,
estrellas extranjeras y cada vez más de casa languidecen de amor en la
pantalla, dejando el rastro deslumbrante de sus atrevidas existencias, que el
espectador cree conocer al dedillo por periódicos y revistas. En El Principal,
el Ideal y los otros templos del género de revista, y en las carpas donde tal
vez se opera mejor que en cualquier otro lado la transformación del “pueblo en
emblema cultural”, anda el mareo de telones y vestuarios y candilejas, olimpos
de las vedetes replicadas más a ras de piso por coristas con pechos
generosamente al aire, y una comicidad que explaya la sexualidad a flor de
piel.
Una cosa y otra
entre la exploración por el espectador de los recursos de un cigarro, por
ejemplo, de modo que la boca sea oferente o desdeñosa y rime con la mirada y el
vuelo de la mano. O de un saco, una falda, un sombrero, que nunca son a secas y
acompañan a mohines y sonrisas, a imaginaciones de caderas y hombros dueños de
sí a punta de danzón, fox trot, rumba y cuanto se ponga a
la mano.
Todo alrededor,
de más allá de Salto del Agua a Peralvillo, abunda en quienes para el discurso
complaciente de los tiempos son románticas “aventureras”, “vírgenes de
medianoche”, “Santas”. Allí y por muchos rumbos de lo que alguna vez fue
afueras de la ciudad, sin recato y en cifras oficiales, a las “callejeras” de
cerca de 200 lupanares se suman las que deambulan por tres mil o más cabaretes,
entre millón y medio de habitantes. Difícil decir cuántas son, si las
detectadas con enfermedades venéreas están próximas a las 40 mil.
Para entonces la
ciudad lleva dos décadas conquistando la noche. Y con la noche, la pasión. En
principio ambas parecerían reservadas a los hombres y a esas que se resuelven a
cumplir y sepultar sus sueños,
los de ellos, espantando la oscuridad del genero para consumirse un rato, las
más unos segundos, apenas, según les advierte la “mariposa equivocada” de una
canción: a la luz, por la luz… quemadas, precisamente, las alas.
Pero la noche y
la pasión son a la vez territorio de las meseras, las secretarias, las
dependientas, las enfermeras y el más o menos profuso mundo femenino del arte,
nutrido por quienes llegan de aquí y de allá tras el país de la magia y la
promesa de real futuro. Y a su manera, de las amas de casa y las hijas de
familia, que comparten su fantasía.
A mitad de la
sala, trasegando el trazado secreto de la casa, que nadie más que Ella conoce,
por la radio Lara, Gonzalo Curiel, Ernesto Cortazar y un largísimo etcétera
aprovechan la lúbrica provocación de los ritmos cubanos y la sustancia negra de
las orquestas estadounidenses, para de la cocina a la recámara, entre el
burbujeo de las cazuelas y el dale y dale de la escoba, pasear un “sueño de
amor” que casi por regla “se esfuma” o “lleva al abismo”, y que en todos los
casos “es el pan de la vida”.
No interesa si es
a pleno luz del día que en el “abanicar de pavos reales” de su “hastío”,
canción tras canción la “locura de vivir y amar” alcanza a la señora. La fuente
de la “viajera”, la “perjura” o la “siempreviva” en quien quieren descubrirla
el bolero y sus parientes de la época, está en la noche, en la imaginación que
nace a su amparo o por su pretexto. A nada, fuera de la propia mujer, cantan
tanto, con tanta elocuencia y una misma obsesión: “noche…/te llama el amor”.
Para tal y cual
la noche invita a que Ella hunda sus “dedos entre mi pelo”, entregue su “boca
fresca” y tenga “piedades de ensueño”, o, unos ratos “golondrina viajera”,
otros “maldita”, deje un hueco imborrable en el alma, y para Lara, el más sabio
y atrevido, es la de cada vez un amor de.“distinto amanecer, diferente visión”,
con cuyas aventuras debe tenerse cuidado porque “hacen daño”, “dan penas”.
Es de ella, de la
música, en buena parte siquiera, que para este 1938 el cine nacional ha
descubierto uno de los temas más provechosos en el espectacular auge que ha
iniciado y que luego sabrá es su edad de oro. Con las de carne y hueso o de
pura lírica, Santa, La mujer del puerto, Mientras México duerme… han empezado a
traer “perdidas” de celuloide no menos sugerentes. Tal vez porque es con ellas
con quienes mejor puede acercarse a las intimidades de la pasión y de la noche.
Se trata de una
noche en esencia pero no del todo estereotipada, tras la cual parece poder
seguirse la huella de las muchas de verdad. Noches, pues, en cierta medida
ventiladas en público, que para principios de los 1950, con el nuevo discurso
ultraatoritario y moralizador de la familia
revolucionaria, pasarán a la absoluta clandestinidad, sordas, grises,
doblemente peliagudas.