jueves, 12 de mayo de 2016

Raíces. Contra la desmemoria

LAS LUCHAS SOCIALES EN MÉXICO, 1934-1994.

Nunca vi generación más activa en el país que la presente, sobre todo por la emergencia de las mujeres como figuras protagónicas. 
Paso los días entre ella y sólo una cosa me duele: su desmemoria, inculcada cuidadosamente por el sistema.  
No tiene caso hablarle de derechos laborales, pongamos, pues vive en la flexibilidad absoluta. ¿Reparto agrario, cuál y para qué?, pensarán contemplando un campo tradicional derruido por completo, si se le mal mira. De la educación pública y gratuita en todos los niveles percibe los ataques que recibe y no estoy seguro si pregunta por el origen, divino, quizá. Etcétera.
La línea histórica en su cabeza inicia con el 2 de octubre de 1968 y así un movimiento estudiantil recordado por sangriento y nada más. De allí pasa a la Guerra Sucia, que convierte a los movimientos guerrilleros en meros, nuevos brutales excesos del poder, y borra el ascenso de las luchas populares en los años 1970 y 1980.
Así deduce que nada bueno puede buscarse atrás, incluida la Revolución, simple derrota de sueños, y pierde las animadas, decisivas décadas 1920 y 1930.
"Tiremos la casa", se llama un poema que escuché entre las y los jóvenes. La hicieron los padres y abuelos con amor y empeño, dice, y fue convertida por otros en un monstruo. 
Tiene razón. Debería empezarse de cero y es imposible, empezando porque la propia nueva generación lleva el pasado dentro y lo repite. Preguntemos a su machismo, por ejemplo, o a los vaya a saberse cuantos menores de veinticinco años que se contratan como traficantes, sicarios o secuestradores. El futuro que espera mejor olvidémoslo, recordando a esos niños de segundo grado en la educación básica atacando a una compañerita porque "juegan a ser violadores". 
Hago entonces un libro contra la desmemoria, en tono cálido siempre que hay manera, con trabajos míos y de otros. Es breve, referencial, sin estricto orden cronológico, e inicia con dos más o menos viejas viñetas personales:
De plúmbago, sin amenazas, las nubes casi al alcance de la mano corren rápidas en el día que suda sobre el caserío, donde la sal de mar hace cuatro siglos estampa su huella. Por la vía del tren, entre un millar de paisanos en alharaca, dos costeñas maduras, firmes, desparpajadas, se regodean en los gritos:
-¡Huevo de gallina, no de granja! ¡En Espinal hay hombres, no chingaderas! -refiriéndose al hombre pequeñito, de voz aflautada que acaba de salir de prisión y encabeza la marcha: Demetrio Vallejo.
Es el sábado 12 de mayo de 1972 y cuantos hay allí llevan un mucho acunadas y otro mucho a cuestas dos o tres décadas de trabajos por Utopia, que no está en el santoral ni tiene altares en la Iglesia de Salinas Cruz, cuya torre domina la vista, ni en ninguna más del Istmo de Tehuantepec, del resto del estado de Oaxaca o donde sea en el México de tercos rezos por ella.  A comienzos de 1959 ese par de mujeres sin duda estaba entre quienes defendían del ejército el local del sindicato ferrocarrilero, cabeza del gran esfuerzo de trabajadores y trabajadoras por deshacerse del monstruoso aparato corporativo construido para ellos.
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Una mañana de otoño de 2009, en Saltillo comparto un cuarto de hotel con Alfredo Domínguez, un antiguo trabajador de la metalmecánica que lleva medio siglo organizando luchas sindicales y a quien conocí en los tiempos de aquélla marcha ferrocarrilera. Sin duda sabe cuánto lo respeto y mientras nos vestimos vuelvo a dar gracias por la oportunidad de estar de nuevo con él y su gente.
Le hablo del desbordado optimismo que vino el día anterior en la conmemoración de treinta y cinco años de la ejemplar lucha de CINSA-CIFUNSA en esta ciudad, y de las charlas con Nelly Herrera, con María, su hermana y la hermana de Isaías.
-Almirante -le digo-, esas mujeres parecen cristianas primitivas. Ni su abuela las detendrá jamás en la búsqueda de la utopía.
Sonríe de la especial, como misteriosa manera qué tiene, y suelta una de sus geniales frases:
-Llegará un día en que los cristianos se coman a los leones.
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Esas mujeres y hombres pueden ser tesoneros porque sus luchas recogen una larga herencia que les permite seguir creyendo. Consciente o inconscientemente encarnan las palabras de un gran pensador alemán(1) a quien Armando Bartra recordó cuando recién hablaba para jóvenes: Luchamos por los muertos, por quienes nos precedieron en el combate, generación tras generación. 
El investigador vinculado a los movimientos indígenas y campesinos -mestizos, pues- hacía énfasis en las raíces: cuanto más profundas, mayor es nuestra capacidad de resistir y un buen día vencer (2)
El sindicato ferrocarrilero al cual nos referimos en las primeras líneas, nació en 1933 y jugaría un papel muy significativo después. Resultaba de una historia que inició en 1902, con las organizaciones por oficios creadas en el gremio entre la efervescencia social que presagiaba nuestra Revolución, y al confluir en la huelga durante 1926-1927 reanimaron a un movimiento obrero muy golpeado.
De hecho todas las luchas populares se encuentran entonces en el nivel más bajo desde los comienzos de las grandes y pequeñas utopías que caracterizaron este nuevo siglo: el magonismo, el zapatismo, el villismo(3), el socialismo yucateco con pies indígenas, de Carillo Puerto; las Ligas Agrarias de Úrsulo Galván y Primo Tapia, autoreconocidas como comunistas, la Confederación General de Trabajadores anarcosindicalista.
Como pequeña compensación, entre las clases medias aparece un consistente acercamiento al marxismo, que al modo de cualquier gran ideología surgida en Europa, aquí es heterodoxa. Lo hace no sólo a través del Partido Comunista y su errático comportamiento vinculado a la URSS en manos de Stalin. Intelectuales y estudiantes encuentran a Marx como referente y confrontan al liberalismo puro o social, preparándose así y sin saberlo para la compleja experiencia que representará el cardenismo.
Busco dónde evaluar en el momento las tres primeras, riquísimas décadas de siglo XX mexicano y recurro otra vez a Armando Bartra. El campesinado, que forma las cuatro quintas partes de la población, recuperó en muchos lugares su derecho a la libertad en forma de conciencia. Sigue sumido en la pobreza, con un lazo al cuello y memoria, cuando menos en donde tuvo condiciones para conservarla, lo mismo al sur indígena o de origen indígena, que al norte mestizo.
Cincuenta años después sabremos cuán persistente es el recuerdo. En 1984 "la Coordinadora Nacional Plan de Ayala [CNPA] convoca a una marcha desde todos los estados de la República, que culmina el 10 de abril con la toma simbólica de la capital por cien mil campesinos encabezados por excombatientes del Ejército Liberador del Sur". 
Sus antecesores conservaron la palabra y algo más, sin importar si los ejércitos de Zapata y Villa fueron derrotados. 
¿Dónde está esa confianza, en 1926, cuando decidimos empezar el recuento, si digo que las luchas populares se hallaban postradas?
El reparto de tierras ha sido magro, casi reducido a Morelos y Veracruz, y quienes desde la izquierda del régimen lo alentaron no pretendían dar autonomía a los campesinos, que servirían para al desarrollo de los mercados bajo la rectoría del Estado. Hay un gran giro político en la propuesta, dice Bartra, pues el terrateniente quedaría a expensas de aquél. Pero si Tierra y libertad no fue una consigna expresa entre los ejércitos rurales revolucionarios y sí implícita, que recuperaba una larga tradición nacida con la conquista y reafirmada durante el primer siglo XIX.
Siempre me llamó la atención el práctico ocultamiento de los movimientos campesinos tras nuestra Independencia, y la satanización o tergirversación de la mal llamada Guerra de Castas y su reclamo por romper con el resto del país. Reclamaban libertad, a lo llano o vinculándola a la defensa del territorio.  
Tras Zapata y Villa había esa misma demanda, que podrá escucharse todavía durante el jaramillismo y el asalto al cuartel Madera en 1964.
Justo diez años después de la marcha organizada por la CNPA, el EZNL sorprende al país reivindicado a los pueblos originarios como pasado y futuro.
Mis saltos de tiempo aquí son brutales. Confío justificarlos y por ahora basta que en cien líneas registrara sin parar luchas y grandes sueños. ¿No ganaron nada?
Este libro debe ser el posible según los conocimientos que poseo o están a la mano. Por ello voy enseguida a un tema fresco en mis notas y en cuya investigación avance sólo hasta cierto punto.
La primera tentación fue adentrarme en esos años setenta y principios de los ochenta. Echo atrás cuatro décadas por buenas razones, creo. 

Por el articulado social y algo más 
Empecé a investigar la "izquierda cardenista" partiendo de una hipótesis: el sexenio entre 1934 y 1940 está obligado a ir más allá de lo que pensaba. ¿Se encuentra allí un mejorado Hugo Chávez mexicano sesenta años antes que él?, preguntémonos a lo simplón y por buscar referencias actuales.
Por muchos años la izquierda dogmática vio al sexenio cardenista como mero capitalismo atemperado bajo la rectoría de un Estado corporativo. 
Hace poco Adolfo Guilly lo reinterpretó relacionándolo con la corriente que al escindirse del PRI en 1987-88 crearía una nueva alternativa de izquierda con fuerza suficiente para tomar el poder por la vía electoral. Según esto, lo construido en aquéllos seis años permitiría al país conservar hasta entonces conquistas substanciales: el reparto agrario y los apoyos al campo tradicional; los derechos laborales, la educación pública y gratuita; la medicina con carácter social, la nacionalización de las industrias más rentables y estratégicas (petroleo, energía eléctrica, ferrocarriles...).
Sería así en una continua confrontación con la familia revolucionaria al servicio del capital y de sí misma, gerencia omnímoda de un aparato clientelar.
A este libro no le interesa la discusión ideológica y distingue únicamente luchas populares y acciones del poder, con frecuencia encontrándolas entreveradas. Así no me atrevo a considerar cuán justas son las perspectivas de Guilly.
En contradictorio contraste avalo casi cuanto afirman Armando Bartra y otros cercanos a mí. Casi, digo, pues tengo una óptica obrerista, resultado de casi medio siglo de militancia entre asalariadas y asalariados urbanos. 
Entre 1971 y 1972 mis amigos y los suyos nos sumamos al ascenso que el movimiento social empezaba a experimentar. Por visibilidad y cercanía, mayoritariamente lo hicimos con la Insurgencia Obrera. Otros y otras buscaron el campo -y estudiantes y ex estudiantes despreciaron esas luchas calificándolas de "reformistas", recuerdo al paso.
Razones personales hacían del campesinado una leyenda para mí y el mundo obrero que encontré estaba formado en esencia por campesinos y campesinas recién llegados a las ciudades. 
En junio de 1972 empezaba a ser su compañero en León, aunque seguía pasando el grueso de los días entre electricistas de CFE que vivían en Celaya e Irapuato y que por buenas razones escogieron a La Piedad para un acto.
Aquello inicio con tonos muy poco combativos hasta la llegada de los ferrocarrileros vallejistas y los sindicatos del Frente Auténtico del Trabajo en la zona, y no tomó grandes vuelos sino al presentarse ejitadarios que reclamaban más tierras. Podía atisbarse así la próxima creación de frentes con todos los sectores, a quienes se sumaría uno entre nuevo y viejo: el movimiento urbano popular. 
Viejo y nuevo, digo, distinguiendo entre inquilinos y posesionarios de predios. Aquéllos sin saberlo tenían detrás ejemplares luchas en Veracruz, la ciudad de México y, si observamos desde cierta óptica el escuderismo(x), Acapulco, a comienzos de los años veinte. Los segundos no tenían precedentes, hasta donde sé, y para nosotros apareció en 1971 a través de Topochico, en la periferia de Monterrey, con una toma de predios que confrontaba frontalmente al poder. Enseguida lo haría en Santo Domingo los Reyes, en los pedregales del DF. Las familias se instalaron sin pedir permiso, la autoridad quemó sus improvisadas casitas y los amigos y amigas me enviaron a hacer contacto con la organización. 
Descubrí entonces al pueblo sombra que en adelante me obsesionaría, trayéndome a la vez el recuerdo de mi abuelo, un líder minero español. 
Era domingo por la mañana y el lugar estaba desierto o lo parecía. Caminé sobre el terraplén que no preciso quién abrió entre las piedras, con una extraña sensación: algo me velaba amenazadoramente, clavándome imaginarios, tangibles filos. 
Doscientos metros más allá, desde ambos lados apareció una multitud de mujeres, hombres y niños armados con palos y piedras. Bastaron diez minutos para que de muy probable enemigo pasara a compañero.
Pueblo sombra, digo románticamente en mis crónicas. Una de ellas observa a la prensa posrevolucionaria como un canto a la modernidad que por temor oculta al ochenta por ciento del país. 
Entonces los periódicos se conciben el espejo de estas tierras, como advierten sus elocuentes leyendas: El Gran Diario de México, El Periódico de la Vida Nacional... 
Encarnan el pavor al campo asegurando tácitamente que nuestros dos millones de kilómetros cuadrados son una unidad indivisible, contenida en el país urbano y los allendes rurales compatibles con él. El resto, declaran en silencio, es rémora, pasado que se arrastra por desgracia y debe actualizarse o morir, pues amenaza dar al traste con cualquier buena intención.
Con esta afirmación fuerzo un tanto los hechos, para que observemos el fenómeno.  
  




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1. Walter Benjamin.
2. https://soundcloud.com/user-534282914-615484044/toda-lucha-empieza-preguntandose-empezamos-hoy-armando-bartra
3. La idea sobre el villismo como mera reacción instintiva, sin un proyecto social, es cada vez más un lugar común. Léase sino y por ejemplo el trabajo de Jesús Vargas: