Un historiador se asoma al significado de esta caída de los dioses que desquicia el orden universal. El tiempo se vuelve loco, en palabras del propio libro de los mayas, y se produce un “cataclismo total”. De arriba abajo el mundo de los pueblos de Mesoamérica estalla, comenzando por su sistema calendárico que al destruirse contribuye quizá como ninguna otra cosa a acentuar “en los vencidos la sensación de orfandad”, de orfandad absoluta. Porque en él se “articulaba el tiempo con el espacio, y a ambos con el acontecer terreno, con la vida y el destino de los hombres”, cuyos actos, uno a uno, así “los relacionaba con el equilibrio cósmico y con las fuerzas divinas que los gobernaban”. Los indios, arrojados “a un espacio y un tiempo sin sustento”, perdían pues “el hilo de fuerza que hasta entonces conectaba el pasado en el presente y proyectaba a su vez el presente en el futuro”.
Así de total, de sin retorno, era el fin de un complejo universo construido a lo largo de miles de años. Sin embargo, asegura el historiador, desde muy temprano los mesoamericanos intentaron rehacer un discurso histórico que ahora necesariamente tenía en su centro el arribo de los españoles. Eso era, a final de cuentas, el Chilam Balam mantenido en secreto hasta este siglo XIX: un esfuerzo por preservar y transmitir el pasado, que otros imitaron con “sistemas ocultos, subterráneos, a menudo disfrazados por ropajes cristianos, o herméticamente encerrados en el idioma y las prácticas secretas de pueblos reacios al contacto con los europeos”.
Fragmentándose y recomponiéndose entre nuevos pequeños cataclismos, las comunidades se recontaron en una “mezcla de tradiciones indígenas y españolas que sin tener la coherencia de los antiguos anales históricos, era un vehículo poderoso para mantener la coherencia de los pueblos”. Una de ellas, de acuerdo a varios estudiosos, pareciera servir como el único gran elemento de cohesión para los habitantes del México de 1847.
Un siglo después de la conquista, cuando la población indígena ha llegado a su punto más bajo, los descendientes de Cortés se deciden a darse un sentido de pertenencia. Debe ser un sentido de pertenencia que no dependa de deudas con España, y de ese modo, reinventándola, hacen suya la antigüedad mesoamericana o más bien propiamente azteca y buscan señales de la presencia del Señor en estas tierras o de su designio sobre ellas, anteriores a la llegada de don Hernán. Como la factible venida de Santo Tomas en la forma de un recompuesto Quetzatcoatl.
Nada en este propósito se acerca al culto a la virgen de Guadalupe, a la cual sor Juana Inés de la Cruz parecerá entender de una conmovedora manera:
La Señora de México es santificada por los criollos a partir del trabajo de un predicador y teólogo que recoge las averiguaciones hechas en los años 1530 por los primeros evangelizadores, sobre la revelación de la Virgen a Juan Diego.
Este gran culto que funda la conciencia criolla de patria de los criollos tiene su origen, pues, en una devoción creada y desarrollada por los indígenas a lo largo de cien años, tal y como temía aquélla temprana generación de misioneros, quien encontraba en las manifestaciones de 1531 “una de las cosas más perniciosas para la buena cristiandad de los naturales”, viendo en ella la regeneración del espíritu religioso pagano, en tanto claro “riesgo de confusión entre la figura mítica de Tonantzin –diosa madre mexica- y la Virgen”, que “debía ser evitado a toda costa.”
Para los pueblos la irrupción de la figura guadalupana se convierte en el modelo más generalizado de una tradición de apariciones “en las cuales depositarán sus anhelos de identidad, autoafirmación y justicia”. Y en este “mecanismo de apropiación de los símbolos del conquistador”, lo que va es la “revitalización de las pulsiones religiosas indígenas más profundas”, impregnada de “cultos a la naturaleza, númenes, naguales y dioses” precortesianos, envueltos en “profecías mesiánicas y apocalípticas”.
Ella inaugura una serie de expresiones de la Virgen que sustentan la decisión de las comunidades a exigir un lugar en el mundo. Entre 1709 y 1712, por ejemplo, se prodigan en los Altos de Chiapas. La que en Zinacantán despide rayos luminosos dentro de un palo, la Santa Marta aparecida en una milpa en Chenlho, la que se muestra a María de la Candelaria en Cancuc, ordenan construir santuarios y obran milagros -tallas que sudan, lloran o se iluminan-, “para ayudar a los indios” protegiéndolos con la confabulación de fuerzas sobrenaturales -terremotos, cielos y ríos que se precipitan-, a fin de sacudirse los tributos, al Rey, al clero, a los españoles todos y a Dios mismo si es preciso, y crear una nueva Iglesia y un nuevo reino.
Desatendida la Virgen, desatando la violencia de obispos y magistrados, el supra y el inframundo del cual para los pueblos originarios es ama, se agitan y con los años hacen erupción en Yucatán, en las estribaciones del Popocatepetl, en los pueblos de Tulancingo, donde ella hincha el alma de los escogidos -un anciano, un joven labrador, un pastor- dotándolos de habilidades para destruir murallas o balas de cañón y ungiéndolos como reyes o profetas, de modo de que encabecen movimientos para revertir el cataclismo y que el pasado vuelva.
Estos movimientos de la segunda mitad de los años mil setecientos parecieran presagiar el fin de la Corona española, que empezará a ser realidad con la insurrección de Hidalgo, a la cual entregan sus hombres y mujeres, sus secretos y su gran símbolo: Ella, quien los ha guiado y sostenido durante tres siglos, en la forma de su primera develación, de piel quemada y con el nombre de Guadalupe. Ella, esa Virgen del estandarte que va a la cabeza de los sublevados de 1810, cuyas hermosas contradicciones cantadas por Sor Juana llegan a tanto que puede ser a un tiempo india y criolla.