En palabras de Carlos Monsivaís, con la Revolución, en tumulto, en bola, irrumpen el México grande y la vida cotidiana revelada al explotar. Lo hacen antes que nada, a través de la subversión de una parte de los campos, múltiples, distintos, que de ese modo se reconocen.
En los treinta años que siguen al movimiento armado, todo vuelve al armario y se inventa una conciencia nacional capaz de negar, desdecir o redibujar al antojo cuanto se oponga a las aspiraciones y la autocomplacencia del país tanto más pequeño al excluir las voces de la mitad de sí mismo: las mujeres.
La prensa, ese primer medio masivo que ha descubierto el porfiriato, de pura cepa citadina, se adelanta a servir al propósito. En la imaginación pública que contribuye a crear, el mundo rural desaparece o se recrea según la necesidad. Nada alienta tanto la esquizofrenia, la disociación entre reflejo y realidad, característica del México moderno. Una esquizofrenia cuyo sueño se materializa en el gigantismo urbano.
En los mil novecientos noventa el nuevo país pequeño, ilusión brutal, desquiciante, que se proclama con un pie en el primer mundo y produce a montones personajes a lo tragedia shakesperiana o a lo gran novela negra, se convence de cumplir de una buena vez con el propósito: desaparecer, realmente desaparecer, al campo. Diez años después...
La balada del hombre delgado
Un hombre en traje de tres mil dólares, que afirma la profunda seguridad en sí mismo con la conciencia de su cosmopolitismo, se deja llevar a la tele por un conductor que mal oculta la irritación de volver a la prehistoria, apenas una década atrás, por miles de campesinos que parecen dispuestos a todo, incapaces de seguir su ejemplo y saltar de la nada al éxito en minutos.
El hombre de facha impecable, que entre 1992 y 1993 negoció un tratado de libre comercio con Estados Unidos y de paso, sólo de paso, con Canadá, repite los axiomas que ahora lo premian con una generosa consultoría internacional: es cuestión de sentido común: la agricultura y la ganadería mexicana deben producir lo que demanda el gran mercado al cual, gracias al cielo, al hombre y a su señor, accedimos. ¿Por qué insistir en el cultivo de granos y alimentos en general, para los cuales, da por sentado el discurso, nuestras tierras no tienen “vocación”?
Pecando de autosuficiente optimismo, el conductor juega a las preguntas de fondo, y topa dos respuestas que no espera: campo y agricultura no son lo mismo, y las grandes obras de infraestrutura que eran requisito para encarar las cláusulas agropecuarias del Tratado, no pudieron cumplirse por el “error de diciembre”.
En la reacción del conductor, uno, cosmopolita a su modo barato, recuerda una canción de Bob Dylan: “Algo está pasando aquí y usted no sabe lo que es, ¿no es cierto” Señor Prosperidad. Y luego otra: “La caballería cargaba, los indios caían, era lo correcto, cuando el país era joven, con Dios de nuestro lado”.
Contra cuanto cree, esa noche de domingo el conductor siente nostalgia por el “país joven” del cual ha adjurado y que inicia en 1916.
La realidad con palabra
Del porfitiaro al surgimiento de la televisión, la prensa tiene un peso social que no imaginamos hoy. Poco antes del movimiento armado, el par de diarios de mayor influencia repartía cien mil ejemplares, el grueso de ellos entre los 750 mil habitantes de la capital, lo que equivale a multiplicar por más de dos los grandes tirajes del presente, en un país en sus tres cuartas partes ajeno a la cultura escrita.
En 1917, con el inicio del México posrevolucionario, periódicos y revistas, modernidad en esencia, por naturaleza, no aspiran a influir sino en la población urbana, menor al veinte por ciento de la que así se considera por vivir en asentamientos de mil personas o más. Basta con eso para concebirse el espejo de estas tierras, como advierten sus elocuentes leyendas: El Gran Diario de México, El Periódico de la Vida Nacional...
En ellas encarnan naturalmente la voluntad y el pavor a las sombras, que se declaran apenas termina la independencia y que nutren a los libros de historia de allí al año 2000: México es uno, indivisible, está contenido en el país citadino y en sus allendes rurales compatibles con él, y el resto es rémora, pasado que se arrastra por desgracia y que debe actualizarse o morir, porque amenaza dar al traste con cualquier buena intención.
Un resto apabullantemente mayoritario, pues, que arrincona al país de la prensa, quien sugiere saberlo todo pero no tiene modo ni ganas de registrarlo.
Un verbo que la tierra agota
Ya que puede creer seriamente en su triunfo, muy antes que otra cosa, lo que preocupa al constitucionalismo es sujetar a ese campo grande que ha venido en los ejércitos de Zapata y de Villa, único sustento posible de todo proyecto nacional. Sujetarlo, disponer de él y airearlo como bandera sólo por el tiempo que tome hacer que regrese a un oscuro lugar en la conciencia.
La prensa, que nace a su cobijo o que en los últimos largos años ha aprendido a sobrevivir las veleidades de la política (de la dictadura a Madero, a Huerta, al sube y baja entre la Convención Revolucionaria y el constitucionalismo, no es poco acostumbrarse a mudar), se le adelanta con mucho. Particularmente la decena de diarios que se ostentan como nacionales porque se producen en la ciudad de México.
Hace rato, desde que dejaron atrás al periodismo concebido como opinión, conocen bien lo que en adelante explotarán de sobra: su pretensión de ser la mirada justa, el reflejo inobjetable, verdad que viene por sí misma, o lo que es igual, “información y sólo información”.
Aunque la prensa no es sólo, ni siquiera preferentemente, “información”. Es, en el más amplio sentido, el primer medio masivo, que se instala en la intimidad del hogar urbano dictándole proyectos y conductas.
Para cada quien hay una o más secciones y suplementos: para Ella, “la que todo se merece”; para los chiquilines que han de aprender a seguir a pies juntillas los consejos de sus infalibles padres; para las dualidades vírgenes-prostitutas en ciernes, que son las jovencitas; para los muchachos que se prepararan a usufructuras, con la sociedad entera; para el multifacético Él, iniciado en todos los misterios (la política, la noche, la tecnología), que así confirma su reinado.
Formando auténticas empresas beneficiarias de la paz y del progreso, diarios y revistas colaboran a crear los estereotipos del nuevo país que el México de las ciudades reclama.
Con esto y aquello cumplen con acuciosidad la tarea. Pero les bastan media docena de manidos recursos para dar cuenta del mundo de fantasmas a su alrededor, que se les escapa tras la red de vías de ferrocarril y carreteras, tanto más perdida entre una descomunal geografía, cuanto más se abrió siguiendo una lógica de gran comercio, minas y cultivos de exportación, despreciando olímpicamente la viruela de pueblos y caseríos que obedecen a dinámicas regionales o que se levantaron justo para escamotearse al exterior.
El acto de fe
En la cara informativa de la que alardea, la noticia fundacional es entonces la que el 11 de abril de 1917 “felicita por su conducto a la nación entera”: Emiliano Zapata, derrotado y muerto.
Como todo cuarto poder en el mundo, el nuestro da por descontada la selección de los hechos y las fuentes y no tiene remilgos en apelar a la contundencia del calificativo o la referencia, de modo que el cadáver es del “célebre cabecilla”, “el Atila del Sur” y, en el súbito giro del lenguaje de los carrancistas, el despreciado “irreductible rebelde” que reta a la representación de la virtud: “las fuerzas leales”.
Luego los periódicos procuran hablar del campo lo menos posible y siempre y cuando convalide al nuevo régimen o sirva de ejemplo de caos o atraso. Es cierto que, si no desaparecen al resistir o despistarse en el juego (El Pueblo, El Demócrata...), se hacen parte del aparato corporativo. Sin embargo, como cualquier sector, tienen un margen de maniobra, que usan para obviar el agrarismo de los primeros tiempos y conspirar con otros para salir del atolladero del reparto y la colectivización cardenista.
En su segunda cara, como creadores o promotores de imaginarios, encontrando un lugar propio en el nacionalismo que alienta el Estado y en la reinvención a la cual proceden el cine y la radio, convierten al campo en desdicha o folclore y plácido recreo de sensibilidades. Pero, sobre todo, también aquí, en ausencia.
Hay lugar en ellos, sí, para las chinas poblanas, los fandangos jarochos de pastelería y las calandrias, zenzontles y jilgueros repartidos para el retozo de la proverbial ternura mexicana, de la canción y las películas rancheras. Y no mucho más.
Sus caricaturas, sus reportajes fotográficos, sus ilustraciones, sus historietas, evitan contagiarse de las obsesiones campesinistas que andan en otros lados.
La oportunidad
Frente a ese México grande que rehusa, la prensa acompaña a los gobiernos posrevolucionarios en la animación de un brutal crecimiento de las capitales, de sus industrias y servicios y de sus retículas y sus ámbitos visibles y a la mano de la autoridad, como condición necesaria del orden y el desarrollo.
Y con ello, a la absoluta preminencia de la capital de las capitales, con su arrebatador poder político y económico, capaz de extraer del campo tanto brazos como requiera, empequeñeciéndolo, debilitándolo, reduciendo su comparativa importancia.
Hasta el cardenismo, los periódicos rezan para que el mundo rural transcurra en silencio, porque sigue constituyendo más del 60 por ciento de la población “nacional”, con su antigua, profunda dispersión. Todavía entonces, México se desgrana en unas 80 mil localidades, con un promedio de 225 habitantes, de las cuales 48 mil no alcanzan las cien almas. Un país de sombras para el México que habla a través de diarios y revistas.
Para los años cuarenta, éstos pueden empezar ya la celebración de una descomunal macrocefalia, diría Puros Cuentos (uno de los contados trabajos que revisa a la prensa posrevolucionaria, así sea al paso). Este afán por el gigantismo, lo hemos visto todos, obliga al campo que compulsivamente lo alimenta, a un salto mortal que descalifica sus formas de vida. En las ciudades, sus concepciones del mundo, del hombre y la mujer, del tiempo y el espacio, son aberraciones que la prensa, satisfecha con la venganza, denuncia, para obligar a dejarlas atrás a quienes de una buena vez pasan al inventario de sus notas transformados en ubicables albañiles y sirvientas, jardineros y peones de patio, señoras de los tamales en la esquina y prostitutas.
No es entonces la mera herencia, la mera falta de infraestructura, el mero empuje de la industria, el comercio y el transporte, o la llana, rapiñosa improvisación, quien determina que todo se instale y todo cruce por la ciudad de México. Si, como alguien ha dicho, no hay revolución que se estime si no resulta en una extraordinaria concentración del poder, entre nosotros el meollo es el monstruo urbano.
Para la prensa, el círculo contra el campo se cierra al cumplir el viejo anhelo de sacralizar a la palabra escrita como fuente de toda forma de cultura, de modo que la tradición oral que ha sido el mayor instrumento para repensar, recrear y memorizar la vida de estas tierras y de su enorme variedad de naturalezas, hablas y costumbres, se declara simple, vil analfabetismo. O salvajismo puro, para el México que no es de lengua española.
El arte del autoengaño
Los ejércitos campesinos son el supremo ejemplo del pueblo que con la revolución, dice Monsivaís, “se precipita, irrumpe, desgarra, va creciendo y va siendo”, en una “mezcla orgánica” en que por única vez las mayorías y la intimidad de los días se exhiben, estallan y se propone distintas.
Con el fin de la lucha armada, al devolver al traspatio a este México que se precipita, para la prensa la vida cotidiana empieza a desaparecer suplida por las tres o cuatro docenas de páginas en que está cuanto debe estar. Sólo la mujer, a quien la revolución le permitió profanar su “destino de invisibilidad”, sufre tanto como el campo y ese último espectro suyo que son los pueblos indios, el arrumbamiento del entramado diario de la familia, del trabajo, del pueblo o del barrio, que está en la base de la sociedad.
Los periódicos se desviven por cantar al aeroplano, al automóvil, a las telecomunicaciones, al cinematógrafo (¡Todo lo vencen ya los corceles del aire!, Otro asombroso invento, Posiblemente aun supere a la realidad, al ser proyectados...), y arrogándose el monopolio del eco del mundo exterior, gastan mucha más tinta en las nuevas sobre el último Ford o la telegrafía inalámbrica, sobre París o Nueva York, que en lo que sucede más allá de las orillas dilatadas sin pausa de una capital que, gracias a Dios, “no es ya, ni con mucho, el tranquilo pueblo grande”.
Si Culiacán, la ciudad de Oaxaca o León, son noticia una vez al mes, si acaso y a condición de que permitan el regodeo en el infortunio o en el revolucionario aplauso, los municipios existen sólo con motivo de una carnicería o un “desastre nacional”.
El campo, con cuanto lleve dentro, es así quien mejor sirve a la pauta con que los jefes de redacción filtran a los aspirantes a periodistas y los educan, de modo de entender que la realidad no es lo que entra por los sentidos, sino la que dicta el supremo mandato: la supervivencia del país y de uno, responsabilidad de los nuevos padrecitos, luego genios de la política, de los cuales es patrimonio la Revolución en que todo se sustenta para que nunca más vuelva a suceder.
La esquizofrenia que da pie a cabecear el 2 de octubre de 1968, Terroristas y soldados sostuvieron rudo combate, y que desde los veinte anda en modélicas familias de tiras cómicas venidas del otro lado de la frontera, etcétera, es tanto más profunda cuanto más sus alucinaciones se materializan y en torno suyo crece una urbe monumental que promete, en serio promete, ser la más grande del mundo.
Si sirve de referencia la selección de temas del CD conmemorativo de un gran diario, alguna vez, parece confiar la prensa, será más provechoso buscar la palabra campo en la sección deportiva (cancha de fut o de beis) o de bienes raíces (fraccionamientos que llevan la modernidad tan lejos como se quiera), que en las páginas de información general, y el indio se volverá un término reservado a los reportajes sobre arqueología o a las notas, justo como en los ensueños de Colón, referidas a los cientos de millones que sufren en la península del sur de Asia.
En el saco van, por supuesto, los pueblos del valle de México, cuyos esfuerzos en detener el avance de la mancha urbana, la prensa silencia o acusa, sin deseo alguno de sospechar que gracias a ellos se garantiza el oxígeno y el 60 por ciento del agua que demandarán 20 millones de apretujados hombres y mujeres, representación del completo éxito del proyecto nacional que termina por triunfar en los cuarenta, y de décadas de políticas editoriales.
La esquizofrenia reciclada
Como sabemos, al hacer crisis, el régimen de partido de Estado no se vuelve historia, tanto por la gruesa, profunda herencia de setenta años, como por su autodisolverse en un proyecto que lo continúa en la negación de las contradicciones de la realidad.
Modélico, plagado de mitos, purísimo México Imaginario, para el Libre Mercado nacional, el país se transforma por dos vías: grandes, autoritarios giros, y declaraciones. En medio, el vacío. Internamente escindido entre el espíritu del Gatopardo y la tentación de hacer tabla rasa del pasado e iniciar una dinastía, la realidad se obstina en aparecérsele y odia sin duda un legado que convierte su neoliberalismo en tercermundista.
Hoy de seguro Usariaga, Gil, el conductor de tele, quisieran literalmente asesinar a los campesinos y campesinas que los hacen recordar al personaje de Bob Dylan: “Usted entra al cuarto, con su lápiz en la mano, ve a alguien desnudo y se pregunta ¿quién es ese hombre? Se esfuerza, de veras se esfuerza, en entender... hasta que cae en cuenta de que está a solas, con la luz apagada”. ¿No es cierto, Señores Prosperidad?