martes, 11 de junio de 2019

El fomento a la lectura en México. I

Esto lo escribí en 2009 o por ahí, no recuerdo bien. Fue por encargo de las áreas relacionadas con el tema de SEP y FONCA.
Va por incluir cuanto se pueda, como borrador, en varias partes.
Los capítulos 1 y 2 irán cuando se dignen aparecer, jeje.




_______3. 1991-2000
En los 1980 ha evolucionado un discurso que en los 1990 se propaga. Un artículo de la revista Vuelta es eco de él, al comentar una encuesta de la Universidad de Colima en la cual se afirma que la “mitad de los hogares mexicanos donde vive algún familiar con licenciatura (es decir, cuando menos 16 años ´leyendo´) tiene menos de treinta libros”_. Vuelta atiende súbitamente al panorama de la lectura en el país, con lo que Felipe Garrido califica como una de las muchas “visiones apocalípticas” sobre el problema.
Tales visiones suelen relacionarse con la desazón ante el pleno predominio de los medios audiovisuales y digitales y las millonarias cifras de consumo de cómics, fotonovelas, revistas de espectáculos, de nota roja, de lucha, rosas, y se inclinan a la nostalgia por un presunto pasado de mayor tiempo dedicado a la buena lectura_.
Garrido responde “que en toda nuestra historia, la situación descrita es la mejor que ha disfrutado o sufrido el país”, y que las visiones apocalípticas revelan “la mucho mayor conciencia, la preocupación creciente que ahora tenemos sobre estos problemas, y eso mismo es un progreso”_.
Los números de nuestro trabajo bastan para corroborar un hecho que por lo demás una investigadora pone a la vista ahora, al revisar la obra posrevolucionaria en la materia_. A pesar de ello el rezago de la república siguen siendo, en efecto, brutal.
Si bien el régimen estadístico mexicano, no olvidemos, es de una terrible imperfección en nuestro tema, resulta un referente obligado. En cuanto a educación fija una frontera precisa marcada por el analfabetismo, que en 1990 en términos globales es del ocho por ciento.
Al descomponer la cifra encontramos un 13.7 por ciento entre los mayores a 15 años de edad, y una población de cuatro a 14 años cuyo ingreso a la escuela está certificado en un 94.6 por ciento. El promedio de escolaridad de los primeros es de 6.6 años, pero no es sino un promedio, y apenas uno de cada cinco de esos hombres y mujeres ha completado la primaria y uno de cada seis la secundaria_.
El cuadro dista de ser alentador en un doble sentido, por el determinante peso de la familia y del entorno social próximo en niños y adolescentes, evidencia confirmada en el país y en el mundo por la práctica y la investigación. Si en un mero ejercicio proyectáramos mecánicamente los porcentajes de analfabetismo y los grados de instrucción de los mayores de edad, encontraríamos que quienes cursan la educación básica, elevada ya a nivel de secundaria, en un aproximado 20 por ciento de los casos tienen padres de familia iletrados; en cerca de un 35 por ciento sin la primaria completa, y sólo en otro tanto con estudios medio-superiores y superiores_.
Es decir, y bajo el supuesto de que en la educación preparatoria, técnica y universitaria leer es un hábito más o menos bien arraigado, en cerca de dos tercios de los hogares no habría un ambiente mínimamente propicio al contacto con formas más o menos elaboradas de lectura. Aunque el supuesto es por demás discutible, de dar por bueno un estudio de la Universidad de Guadalajara (U de G), cuya conclusión es que en sus preparatorias el nivel de lectura promedio corresponde “virtualmente” al de alumnos de “tercer grado de primaria”_, y de considerar la mencionada encuesta de la Universidad de Colima.
En los 1980 se ha creado un nuevo y ambicioso sistema para alfabetizar o permitir terminar sus estudios primarios o secundarios a la población mayor a 15 años de edad, operado en su conjunto no por maestros regulares, sino por voluntarios que reciben una compensación. El sistema descansa en el Instituto Nacional de Educación Para Adultos y en una serie de programas de la SEP y otras dependencias, y ha tenido un impulso extraordinario.
Sus alcances han sido muy notables, logrando una inscripción promedio anual de 700 mil personas en primaria y de poco más de 200 mil en secundaria. Sin embargo sus resultados han estado muy lejos de cumplir las expectativas, con menos de cien mil alumnos por año titulados y una deserción altísima, que suele producirse al cabo de los primeros seis meses de estudio_.
El problema educativo general es tanto mayor, reparando en el rápido deterioro de las condiciones de vida del grueso de los mexicanos y mexicanas, que por fuerza deviene en la confirmación de “las estratificaciones sociales y en la segregación de grupos y comunidades enteras”, haciendo del “legado de la escritura” cada vez más un “patrimonio de sectores minoritarios”_.
El hecho resulta paradójico si se atiende a algunos de los fenómenos que caracterizan a la época. Por un lado, los niveles de estudio de las jóvenes generaciones son muy superiores a los de sus padres. Por otro, las mujeres se están integrando por primera vez en condiciones de igualdad a la educación e ingresan al mercado laboral en un porcentaje hasta hace poco insospechable_.  Finalmente, tienden a desaparecer históricos obstáculos nacionales para el acceso a la educación y la información, al casi terminar de invertirse la relación ciudad-campo (hoy de siete a tres a favor de la primera); al desarrollarse de manera excepcional los servicios de comunicación (telefonía, radio, televisión, carreteras), y popularizarse la computadora personal y el uso de Internet.
Sin embargo, la masiva pérdida de puestos de trabajo, la pauperización del empleo lo mismo en cuanto a salarios que a prestaciones y condiciones generales, y la condena a la desaparición de las fuentes de ingreso para la absoluta mayoría de los campesinos, producen para la población joven una falta de oportunidades, en relación a sus antecesores inmediatos, sin comparación en el último medio de siglo, e índices de pobreza y pobreza extrema que al concluir la década alcanzan a cerca del 40 por ciento de los habitantes del país, y que inciden, entre otras muchas cosas, en el incremento del trabajo infantil_.
Los efectos del proceso sobre la educación y sobre otros factores que afectan a la lectura, han comenzado a hacerse sentir en las postrimerías del decenio anterior.
A partir de 1983 la matrícula de la primaria se retrajo por primera vez en el México posterior a la Revolución_. Podría explicarse por el inicio de la merma en las tasas de natalidad, pero cuando se observa que en 1990 el 13.4% de la población de 6 a 14 años no asiste a la escuela_, aunque el razonamiento no se descalifica por entero, no basta. Así lo corrobora la baja sostenida, desde 1987, en el porcentaje de ingreso a los grados posteriores a la primaria_, y en el descenso absoluto en la secundaria durante 1989-1990: -2.02, frente al 10,38 de 1980-1981. Algo semejante sucede en todos los niveles, incluido el superior, cuyo aumento por año a principios de la década era de 7.40%, y que en 1989-1990 resultó marginal: 0.81%_.
Este es el panorama con el cual se encuentra la promoción a la lectura, en una república de profundos contrastes, empezando por la distribución de su gente. Las cuatro ciudades con más de un millón de habitantes (México, Guadalajara, Monterrey y Puebla), incluidas sus áreas metropolitanas, reúnen al 27% de la población, con la capital federal y su zona conurbada muy a la cabeza: 18.5% del total_. A cambio hay cerca de 2,200 localidades de entre 2 500 y 15 mil personas. Más allá, 154,016 asentamientos con menos de 2,500 habitantes_.
Son contrastes cuyas dimensiones en términos de acceso a la educación, exhibe la eficiencia terminal por entidad en la primaria: 28.2% en Chipas y 73.7% en Nuevo León, por ejemplo_.
En cuanto a las publicaciones, en 1990 no deben despreciarse los 13 millones de ejemplares semanales de diarios y revistas, ni los 11 millones de libros por año, si bien en ninguno de los dos casos se tiene idea del promedio de usuarios por cada uno de ellos. Un tema éste de consideración, en la medida en que encuestas y estudios puntuales demuestran la relativa frecuencia del préstamo y aun de la lectura en grupo.
No le falta razón, entonces, a quien ha prevenido de la dificultad para hablar de volúmenes e inclinaciones: “Los editores y libreros manejan cifras de lectores que corresponden a las ventas de sus libros (…) Los números que maneja la industria de la historieta pueden hacernos pensar que, optimistamente, la alfabetización en México no ha sido un esfuerzo inútil, así como, de manera pesimista, que la mayor parte de la población es analfabeta funcional”_.
De cualquier forma, como señala la estimación del mismo autor, quien se refiere a “entre 300 y 600 mil personas en el país que pueden y quieren comprar libros”_, nuestros estándares son muy bajos en relación a otros países. El hecho es particularmente dramático, contemplando un entorno mundial marcado por esa revolución tecnológica y del conocimiento cuyo ritmo no para de acelerarse; por la irrestricta competitividad que cada vez más rige en una economía crecientemente globalizada, y por el abundamiento de la brecha entre naciones ricas y pobres.
A partir de la crisis económica de 1994 se asiste a un asombroso desplome en el número de ejemplares del tipo de lectura más recurrente: las publicaciones periódicas. En seis años la cifra desciende de 805 millones a 329_.
Este trabajo no está en posibilidad de calcular los impactos de un suceso de tal magnitud, pero es obvio el reflejo en él del retraimiento del gasto familiar en cuanto queda fuera de las necesidades más perentorias, sin excluir la lectura. El mayor número de libros producidos en la época, que pasa de 76 a 98 millones de ejemplares y de 11 833 a 16 003 títulos_, no puede interpretarse como un avance neto, sino si acaso en sectores muy pequeños de un país cuya población se incrementa de 81 a 94 millones de personas_. Menos aún si observamos el auge que justo entonces comienza a vivir la literatura de autosuperación, de bajísima calidad.
Ciertamente, sin embargo, en la década el Estado vuelve a destinar mayores partidas a la educación, que se elevan del 4% del PIB en 1990, al 6.2% en 2000, permitiendo el aumento del número de escuelas (de 156 589 a 212 860) y de maestros (de1 090 696 a 1 427 658), para mejorar de manera sustantiva la relación alumnos-docente (de 36 a 20)_.
El esfuerzo se acompaña entre 1992 y 1995 con la firma de un Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica y una serie de reformas y programas, que transfieren a los gobiernos estatales la operación del grueso de los servicios de la SEP; que dan fin al desafortunado método de enseñanza de la materia de español introducido en los 1970, y que renuevan también la de maestros_.
La renovación incluye el sistema para adultos, que descubre sus debilidades en la muy desigual preparación de sus maestros voluntarios y en “la uniformidad de contenidos y la falta de adecuación a las necesidades de edad, sexo y ubicación geográfica y social”_.
Se abre paso así a una reconsideración muy amplia de la lectura. En 1995 el  Programa de Desarrollo y de Fomento a la Lectura y Escritura (PRONALEES), promovido por Margarita Gómez Palacio, se propone “de manera especial” estimular “desde los primeros años, el gusto por la lectura”_, y en 1999 se echa a andar otro, de vastas aspiraciones, para dentro y fuera del sistema escolarizado: Leer para ser Mejores_.
En todo ello el nuevo fomento juega un papel destacado como animador y transmisor de objetivos y fórmulas, en un periodo que representa su definitiva profesionalización, el asentamiento de las bases a partir de los cuales ha de levantarse su obra, y su pleno vínculo con lo que en la materia hace el resto del planeta.



La profesionalización
El Programa Nacional de Lectura puesto en marcha por el INBA en 1990, testimonia el apremio que en el momento se siente por dotar de herramientas a quienes se dedican a una labor cuya fuerza y cuya debilidad se encuentran en la dispersión de actores y actividades. El proyecto, se dice en su presentación, “es el resultado de aglutinar la diversidad de enfoques teóricos y experiencias”, conjuntándolas “en una metodología multidireccional”_.
Es necesario, se establece allí: “Constituir de manera permanente un núcleo operativo especializado que desarrolle las siguientes tareas: a) formación y capacitación continua de promotores de lectura, que puedan capacitar a otros monitores. b) investigación bibliográfica para realizar antologías de lectura de apoyo a los cursos de capacitación (…) d) orientación y asesoría permanente”_.
En los diez años a continuación, el espectro de los nuevos especialistas se vuelve muy amplio y abarca de funcionarios públicos a voluntarios de instituciones de asistencia privada, pasando por maestros, editores, creadores, investigadores. Su grado de profesionalización resulta, por lo obvio, muy dispar.
El sector más comprometido profundiza enormemente en el conocimiento teórico-práctico, en todas la áreas y funciones, involucrando en diverso grado a decenas de miles de personas. Su actividad trasciende a la prensa, a las comunidades, a las esferas intelectuales, entre las cuales, empero, no recibe sino un vago eco.
En 1996 un editorial de Espacios para la Lectura, publicación periódica de la Red de Animación del FCE, muestra la inquietud de los nuevos profesionales y el entorno en el que se desenvuelve:
“Cuando Espacios (…) era sólo una idea, algunos amigos nos preguntaban si el tema daba para hacer una publicación periódica. La pregunta no era fatua. Revelaba cómo ese ámbito, que por otra parte es muy difícil de delimitar para la mayoría de las personas, incluso para los intelectuales, está más lleno de verdades aceptadas que de incertidumbres.
“La lectura es –todos lo reconocemos- tal vez es más valioso instrumento para la comunicación de las ideas y del pensamiento. Pero, cuando intentamos definir con mayor precisión a qué nos referimos con ese término, descubrimos una complejidad insospechada. Sumergirse en esa complejidad es la única vía para esclarecer las muchas dudas que surgen en la práctica a quienes estamos de alguna manera vinculados con ella”_.
Según veremos más adelante, la investigación es sistemática y hay un constante intercambio de conocimientos con el resto del mundo, que ahondan en la riqueza sobre la cual Espacios advierte. Ésta muestra a su vez la que ilumina el trabajo de los promotores.
Para uno de ellos, Gerardo Cirianni, ocupado en tareas de capacitación en Rincones de Lectura, y cuyas reflexiones y propuestas empiezan a servir de guía a algunos, no hay jornada, en especial en las zonas rurales, pero no sólo en ellas, en la cual deje de parecerle que afloran orígenes lingüísticos de alumnos y maestros, que suelen darse por desaparecidos, sin efectos sobre el presente.
En Tetelcingo, Morelos, la capacitación a docentes que servirán a su vez de capacitadotes, le recuerda una más o menos larga experiencia entre maestros tzotziles, tzetzales, choles y zoques chiapanecos, “bilingües”. Había entendido con ellos “que el hecho de que una persona formalmente diga que habla castellano, no implica que lo hable realmente, sino que tiene en el castellano una lengua que utiliza para cosas muy específicas, con la que puede resolver problemas muy específicos”_.
Lo curioso es que en Tetelcingo hacia 1992 el nahua, habla tradicional de la zona, se considera extinta. De todas formas, la manera de dar vueltas alrededor de un tema, sin ir directo a él, al promotor le trae a la mente su estancia en Chiapas. Entonces cae en cuenta de que los maestros con los cuales trabaja, en su mayoría de 35 a 40 años de edad, han crecido en una región en la que en los 1960 el porcentaje de quienes empleaban aquella lengua indígena era muy alto. Puede suponer, pues, que “aprendieron a hablar el castellano en la escuela, etcétera, pero convivieron permanentemente con el nahua”_.
La experiencia y la observación sobre ella, a la cual el propio Cirianni no confiere valor de verdad comprobada, demuestran qué tan intrincada es la materia en la cual se introducen los profesionales en desarrollo.
Justo por esos años Julio Hernández Zamora realiza una investigación en secundarias públicas del estado de México “para conocer las concepciones y prácticas pedagógicas sobre la lectura y la escritura”_. Entrevistando a 25 maestros, encuentra sin falta la afirmación de que a los alumnos “ni les gusta ni saben leer”, y a cambio observa la frecuencia de lecturas “no pedidas por la escuela” (“Ese tipo de lecturas. ¿Perdida Inocente?, o ¿Nacida Inocente?, sobre drogas y todas esas cosas”), que los jóvenes se prestan unos a otros y a veces leen colectivamente en voz alta_.
El investigador inicia así un camino crítico que en los años 2000 le llevará a decir: “Un punto crucial de todo debate serio sobre la lectura y los lectores en las sociedades democráticas contemporáneas es quién define lo que es leer. En México, este debate es simplemente inexistente”_.
La aseveración va a contracorriente de las opiniones de cuando menos un sector de quienes en los 1990 se dedican al fomento. Nuestro propósito al incluirla es no más que ejemplificar la complejidad a la cual nos referimos, entre una proliferación de encuentros, cursos y seminarios nacionales e internacionales.


Una breve mirada de conjunto
Salvando sexenios el gran programa escolarizado de fomento, Rincones de Lectura, crece sin parar igual en publicaciones que en escuelas, alumnos y maestros alcanzados, y en actividades de promoción, capacitación y seguimiento, y se da forma a otros bien sustentados, institucionales y no institucionales, que aspiran a desarrollarse en zonas urbanas y rurales. La red bibliotecaria no para de ampliarse en establecimientos y actividades destinadas a familiarizar al usuario con los libros y mejorar sus hábitos lectores.
Las publicaciones orientadas por el fomento también fuera del sistema escolarizado, en particular para niños y adolescentes tempranos, son de una calidad y un número inimaginable hace apenas unos años, gracias antes que nada a las colecciones de CONACULTA y del FCE, y las grandes ferias creadas en los 1980 sirven de modelo a las que ahora empiezan a extenderse por el país. El flujo de conocimientos con el conjunto del mundo, como queda dicho, es intenso, y ciertas acciones en común con Latinoamérica se concretan más allá del corto plazo.
Los avances se hacen contra inercias y ópticas sociales e institucionales, sobre las cuales a lo largo del decenio Felipe Garrido hace una serie de apuntes. Uno es de los años iniciales, cuando presenta a la U de G, por cuya iniciativa se ha creado la FIL de Guadalajara, un proyecto de Centro de Estudios de la Lectura, cuya pertinencia debería quedar comprobada para la institución por el estudio sobre los hábitos lectores de sus alumnos de preparatoria, al cual nos hemos referido. La respuesta que encuentra es un seco no: la universidad cree con la FIL cumplir su responsabilidad en cuanto al problema_.
Más tarde Garrido topa con un concurso de lectura en las escuelas de Guanajuato, que le recuerda la persistencia de viejas prácticas devenidas del régimen posrevolucionario, sin importar que éste se halle en declive. Se trata de hábitos en los cuales las virtudes del lector se estiman en cuanto a “postura, fluidez, acentuación, puntuación y pronunciación clara”_, sin atender en absoluto a la real apropiación de lectura.
En 1996 mueve otra vez la cabeza de un lado a otro, contemplando las conclusiones a las que llega la revista Vuelta, de las cuales hablamos. Aunque lo que en verdad le preocupa es que “en muchos esta conciencia no haya pasado de una etapa enunciativa”_. Y lo dice cuando se ha convertido en el nuevo titular de Rincones de Lectura: “difícilmente podremos encontrar a ninguna autoridad política ni educativa que se manifieste en contra de la lectura”, pero al “pasar a los hechos (…) la situación cambia. Cuando se trata de asignar presupuestos y personal a los programas de formación de lectores, se descubre que esas mismas autoridades no tienen ninguna intención de combatir el problema”_.
En las siguientes páginas, al final de cada ámbito recurrimos a los balances que en 1999 hace Leer para ser Mejores, el programa global concebido por el gobierno de Ernesto Zedillo para ése año y el siguiente, último de su administración.